Un grupo de reporteros del diario Panorama del estado Zulia se encontraba en la comunidad La Punta, en la Guajira, para hacer un reportaje sobre la pobreza. Uno de los fotógrafos tuvo el pálpito de que en la Escuela Básica Nacional La Punta encontraría la imagen central de aquel trabajo, y guiado por esa intuición dirigió hacia allá la mirada. Tomó su cámara, enfocó, hizo clic. En la foto aparece Glenyis, descalza y despeinada.

El fotógrafo no lo sabía, pero al contrario de lo que pensaba, ella no pasaba hambre como la mayoría de sus vecinos, aunque tener siempre un plato de comida era algo para lo que tenía que trabajar mucho y así colaborar con los gastos de la casa. Ciertos fines de semana se trasladaba al mercado popular del centro de Maracaibo para vender cigarros o jabón. Lo que tampoco podía siquiera sospechar, era que para esta niña wayúu de apenas 4 años, esa foto sería una brújula que la orientaría hacia el rumbo que terminaría por darle a su vida.

Treinta y tres años después de aquella mañana de 1986 en que el lente la capturó, la imagen de la Gleynis desaliñada —y que de niña no dejaba de mirar una y otra vez— sigue ocupando un lugar en su casa materna. Al principio le hacía gracia verse con esa facha. Pero con el tiempo, su mirada la llevó a pensar en lo que la foto no mostraba: los reporteros. Le causaba curiosidad su trabajo y comenzó a sentir admiración por ellos. Y poco a poco se fue dando cuenta de que lo que quería hacer con su vida era estudiar periodismo.

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Foto: Cortesía.

A sus 18 años Glenyis ingresó a la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Zulia, gracias al buen promedio de notas que logró en el bachillerato. Pero las cosas no iban a ser sencillas. Debía recorrer más de 160 kilómetros, varias veces a la semana, para trasladarse de la Guajira a Maracaibo, y de Maracaibo a la Guajira. Además, debía enfrentarse a algo que la ponía en desventaja: la morfosintaxis.

La lengua materna de Glenyis es el wayúu. En su tierra son pocos los que hablan español, así que ella lo aprendió cerca de los 9 años. Por eso le resultaba tortuosa esa materia en la que debía estudiar las normas lingüísticas que permiten construir oraciones con sentido, sin ambigüedad. Era tan difícil que la aplazó en más de una ocasión. Un día un profesor de la cátedra le recomendó abandonar los estudios. Le dijo que jamás se graduaría, que no había nacido para ser periodista.

Después de ocho años de largos viajes, de tratar de aprender la morfosintaxis, de lidiar con la desconfianza de quien se suponía que debía formarla, Glenyis recibió su título. Le tomó todo ese tiempo torcer el destino de la mayoría de sus hermanos wuayu y hacerse profesional.

Su primer trabajo como periodista fue en la emisora de Fe y Alegría, en La Guajira. Disfrutaba narrando las historias de las comunidades, aunque muchas no fueran positivas. Aquellos años de reportera despertaron en ella una gran sensibilidad social : los relatos que narraba en la radio la conectaron aún más con el lugar donde nació.

Escuchó a madres preocupadas por sus hijos desnutridos. Tuvo que narrar la historia de niños que no tomaban agua potable sino de pozos o jaguayes. Informó de la crisis sanitaria: había un solo hospital en la región y muchas personas estaban condenadas a morir sin poder llegar a ese centro de atención porque no había una ambulancia disponible. Y quienes sí llegaban, tenían que enfrentarse a grandes carencias: el laboratorio no funcionaba, las medicinas escaseaban.

A pesar de las penurias que tenía que contar día tras día, incluso antes de que organizaciones civiles denunciaran que Venezuela atravesaba por una crisis humanitaria, Glenyis amaba su trabajo. Era tan feliz que deseaba continuar haciéndolo por muchos años. Pero ganaba poco y tuvo que hacer a un lado su carrera —y su sueño— para atender una joyería que tiene su hermana en Maracaibo. Con los ingresos que obtiene ahora puede darle la mejor educación posible a Sanai, su hija de cinco años, a quien cuida y educa como madre soltera.

En 2010, luego de unas torrenciales lluvias, buena parte de los 2.369 kilómetros cuadrados de la Guajira quedó inundada e incomunicada durante semanas. La actividad comercial con Colombia —de la cual dependían muchas personas— se vio perjudicada porque las aguas en la autopista de la Troncal, en Paraguachón, llegaban a un metro de altura. En consecuencia, un municipio que ya venía golpeado por la pobreza, se sumergió más en su propia crisis.

Glenyis entendió que tenía que hacer algo por su gente. Y emprendió un trabajo voluntario junto a su hermana que vive en Colombia: recolectar comida, juguetes y ropa para llevarle a las familias más necesitadas. Una mañana de diciembre de 2018, las hermanas llegaron a una de esas comunidades. Se encontraron con una historia triste: una niña había perdido la vida apenas unos días antes por una enfermedad, según les contaron sus padres. Pero no era eso lo que se decía en el pueblo. Los rumores eran que la pequeña se había quemado con unos fogones que utilizaba su familia para preparar comida, ya que no tenían cocina.

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Foto: Cortesía.

Glenyis no sabía cómo actuar. Estaba paralizada, absorta con ese relato. Se preguntaba cómo podía ser posible un accidente como ese. Estaba sumergida en esos pensamientos cuando de pronto fue sorprendida con una coreografía: unos niños a quienes había ayudado comenzaron a danzar a su alrededor. Y cuando terminaron el baile, entonaron cantos a Dios en idioma wayuunaiki. Luego unas niñas hicieron unas representaciones teatrales.

Esos gestos genuinos de afecto la conmovieron: sintió que recibía más de lo que daba. Y que no debía dejar su actividad voluntaria.

Vivir para servir, esa era la premisa que seguiría.

Con el pasar del tiempo, las necesidades de esas comunidades desfavorecidas se hicieron mayores. Glenyis y su hermana se dieron cuenta de que no se daban abasto para ayudar a tantas personas. Así que empezaron a tocar puertas de amigos y familiares para invitarlos a unirse a la causa. Que aportaran lo que estuviera a su alcance. Y funcionó. Llegaron muchos donativos. Pero la demanda de ayuda continuaba en aumento y, definitivamente no tenían cómo responder: de 80 familias que ayudaban, pudieron atender solo a 18.

El país parecía tambalearse con más fuerza. La hiperinflación comenzó a diluir el dinero minuto a minuto. Fue por ello que en 2018 Glenyis y su hermana llevaron menos comida, medicinas, juguetes y ropa. Aunque siempre las reciben con mucho afecto, ella sabe que es insuficiente. Y por eso se siente frustrada. Sobre todo cuando se entera de historias de niños que a diario solo se alimentan con un vaso de chicha sin azúcar, hecha con agua salada.

—Quisiera tener el poder de cambiar todo. De llevar agua, ofrecer empleo, educación. No tengo ese poder, así que solo puedo ir a compartir.

Aquella Guajira espléndida que Glenyis soñó con narrar cuando estudió periodismo no existe. Quizás nunca existió. Es sobre lo que reflexiona sentada en un rincón de su casa, sosteniendo el recorte de periódico que le cambió la vida. Lo mira y siente que en este territorio que tanto ama siempre ha reinado el olvido.

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