Son demasiadas las señales y los hechos que dan cuenta de un profundo proceso de deterioro de la convivencia democrática en América Latina y el Caribe. Paulatinamente, hemos visto un proceso de desdemocratización que va socavando los contrapesos institucionales. Los índices e informes internacionales que estudian académicamente la materia, así lo han venido destacando.

Nuestra región, que fue protagonista de una oleada de democratización desde la década de los setenta, ahora va justamente en dirección contraria; es decir, hacia la autocratización de gobiernos.

Este fenómeno de autocratización, inclusive, ha venido ganando un importante apoyo popular en la región. Líderes de un claro signo autoritario son reivindicados por la opinión pública al estimular acciones con fuertes acentos populistas con efectos inmediatos en la satisfacción de demandas ciudadanas, pero a mediano y largo plazo sencillamente insostenibles.

La proliferación de narrativas que subliminal o abiertamente justifican estas prácticas antidemocráticas han ido creciendo a un ritmo vertiginoso en los últimos años. La aparición de modernas plataformas comunicacionales ha facilitado el proceso.

El trasfondo de la desdemocratización es liquidar o minimizar la posibilidad del pluralismo político, que no existan alternativas políticas que pongan en duda el ejercicio de poder autocrático, que no existan posibilidades de convivencia entre factores políticos e ideológicos de signo contrario.

Lo más grave de todo es la destrucción sistemática de la institucionalidad que garantiza los equilibrios necesarios en la construcción de políticas públicas. Este fenómeno avanza a pasos agigantados y a un ritmo que ya sobrepasa los límites de nuestro asombro sin que las respuestas o reacciones tengan la capacidad de contrarrestarlo.

En ese sentido, es altamente necesario impulsar procesos de desautocratización en el continente que contravengan las narrativas que atentan contra la democracia. Obviamente es una tarea titánica en medio del ecosistema de laboratorios que impulsan tendencias que argumentativa y emocionalmente fomentan apoyos al hiperliderazgo en contra de los equilibrios institucionales. Pero es un conflicto que no se puede soslayar ni demorar.

Si las fuerzas democráticas no se activan de manera articulada en la región, más temprano que tarde, no habrá gobiernos de ese tenor pues estaremos cubiertos todos por las sombras sofisticadas de los nuevos autoritarismos.

Un elemento esencial en este desafío es la siembra en la cultura política de los valores de la democracia. Decía Friedrich Ebert: “No hay democracia sin demócratas”. Esta afirmación tiene más vigencia que nunca sobre todo viendo cómo, después de esa maravillosa ola de democratización que vivimos en la región a partir de la década del setenta, comenzó a revertirse en apenas unos pocos años al no consolidarse en la idiosincrasia popular.

Cuando la democracia no se inserta en la práctica cultural de las poblaciones es más fácil pervertirla con narrativas autocráticas.

La formación política y ciudadana es una tarea esencial cuando queremos construir democracias de largo aliento. Dotarnos de herramientas necesarias para comprender el funcionamiento de las instituciones y las formas en las que podemos involucrarnos en los asuntos públicos debe ser una prioridad en nuestras vidas.

Los gobiernos se desvían del camino de las normas cuando la ciudadanía no está pendiente de ellos, no se le puede dejar el ejercicio de la política exclusivamente a los líderes políticos. La política no se puede “tercerizar” porque todos debemos ser responsables de los asuntos públicos. Es la única manera de desautocratizar esa tendencia peligrosa que vive actualmente nuestro continente.

Piero Trepiccione es politólogo y Coordinador del Centro Gumilla en el estado Lara. @polis360

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