El Espíritu Santo no conoce fronteras

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Hoy, cincuenta días después de la Pascua, celebramos el Día de Pentecostés. Los judíos solían celebrar en este día, la alegría de que Yahvé había entregado a Moisés los diez mandamientos; camino de vida que los constituía como pueblo de Dios y garantizaba la convivencia fraterna, sobre el principio y fundamento del amor a Dios y al prójimo. Para los israelitas, los diez mandamientos eran la constitución del pueblo y, también, la ley de la conciencia personal y colectiva.

Los cristianos, celebramos en este gran día, el cumplimiento de la promesa que nos hizo nuestro Señor Jesucristo de enviarnos el Espíritu Santo que, como decimos en el Credo, es “señor y dador de vida” “procede del Padre y del Hijo y, con el Padre y el Hijo, recibe una misma adoración y gloria”, “y habló por los profetas”. Pasamos, pues, gracias a nuestro Señor Jesucristo, del tiempo de la ley justa que obliga al tiempo del Espíritu que libera y conduce.

Si la ley de Dios fue escrita sobre piedra, el Espíritu Santo, es inscrito en los corazones, en nuestra conciencia. Por eso, como muy bien lo decía San Agustín: “el Espíritu Santo es más íntimo que nuestra propia intimidad” y, por tanto, para dejarnos guiar por Él, es necesario peregrinar interiormente hacia lo más profundo de nuestro ser y sintonizar con su movimiento luminoso; luz que nos lleva a conocer íntima y profundamente a nuestro Señor Jesucristo y, también, a discernir su paso en la historia, en la humanidad. Dejarse guiar por el Espíritu implica: “nacer de nuevo” (Jn 3,3).

Este Espíritu que, Jesús junto al Padre derrama sobre nosotros, estuvo presente a lo largo y ancho de toda su vida, desde la concepción hasta la resurrección y ascensión al cielo.

María concibe por obra y gracia del Espíritu Santo (Lc 1,38). Cuando Jesús sale de Nazaret y se hace bautizar por Juan, el Espíritu Santo desciende sobre Él en forma de paloma (Lc 3, 21-22); ese mismo Espíritu lo conduce al desierto donde fue tentado cuarenta días, es decir, toda la vida (Lc 4,1-2); cuando regresa a Nazaret y proclama su misión, citando a Isaías, dice: “el Espíritu Santo está sobre mí y me ha ungido para proclamar la buena noticia a los pobres” (Lc 4,18); en los Hechos de los Apóstoles recuerdan a Jesucristo, como quien “pasó por la vida haciendo el bien” (Hch 10,38). Toda la misión de Jesús fue consagrada por el Espíritu Santo, que hoy derramado en los corazones de la humanidad y en las entrañas de la creación, mantiene viva la esperanza en el día que se revele definitivamente nuestra condición de hijos e hijas, para gloria de Dios Padre (Rm 8,22-23).

En el pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles, que la Iglesia hoy nos propone, están los discípulos reunidos en comunidad y el Espíritu Santo es derramado sobre la comunidad de creyentes. Tal acontecimiento genera un estruendo que hace que se acerquen al lugar, por curiosidad, gente de distintas lenguas y nacionalidades a contemplar lo que está ocurriendo. Los discípulos predican la buena noticia a la pluralidad de nacionalidades y culturas de quienes se hicieron presente y todos logran comprender el mensaje del Evangelio. Por eso, estos se preguntan: “¿No son galileos todos esos que están hablando? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa?”

El Espíritu Santo, pues, hace universal el mensaje salvífico de Dios que es Jesucristo. Gracias al Espíritu todas las culturas tienen acceso a la relación íntima y profunda con nuestro Señor Jesucristo, quien nos hace hermanos en su corazón y nos conduce al Padre para contemplar la gloria.

Por eso, en la segunda lectura (Cor 12,3b-7.12-13) San Pablo nos recuerda que nadie puede decir “Jesús es Señor” sino por el Espíritu y el movimiento del Espíritu es hacia la comunión fraterna, donde cada persona descubre su valía, sus dones, y los ponen al servicio del bien común, en una auténtica reciprocidad de dones para, desde la comunidad que es abierta, en camino ser testigos del Reino y continuadores, en el Espíritu, de la misión de Cristo en el mundo.

Si la primera lectura subraya que la misión de la comunidad es hacia afuera, sin límites y sin fronteras, la segunda nos dice que es hacia dentro, que el Espíritu actúa en la reciprocidad de dones, haciendo de la Iglesia una unidad plural, que se enriquece mutuamente y siempre está en camino. No se trata de una Iglesia rígida e inflexible, clericalizada y anquilosada, sino, por el contrario, de una Iglesia que, por la vía de la participación y la reciprocidad de dones, va creando comunión y, de esta manera, es un cuerpo vivo, el cuerpo de Cristo, sacramento de salvación universal.

El Evangelio (Jn 20,19-23) nos señala que esa comunidad, que ha experimentado la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo, y recibe el Espíritu Santo, está llamada, desde su honda experiencia de fe, a ser testigo del perdón, la reconciliación y la paz en todos los confines del mundo.

¿Qué implica para nosotros como Iglesia ser testigo de la paz y la reconciliación en un mundo herido por las guerras? ¿Cómo ser testigo de la paz y el perdón para sanar los resentimientos que envenenan nuestras vidas y generan más heridas? ¿Cómo trabajar por la justicia desde la misericordia y el perdón? ¿Cómo ser señal de reconciliación con la naturaleza, cuando nuestra casa común está amenazada de muerte y hay muchos intereses corporativos que, día a día, la depredan y generan grandes desplazamientos de poblaciones?

El Espíritu Santo, pues, nos conduce; nos invita a nacer de nuevo, afrontando los grandes desafíos de la historia hoy. Invoquemos su auxilio.

Por Alfredo Infante, SJ.