Haití: atrapado en la promesa de un futuro que no llega

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Haiti
Foto: Ilustración

“Trece años después, Haití es un lugar muy diferente”. Con esa frase la entonces jefa de la Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití (Minustah), Sandra Honoré, cerró esa intervención en la nación caribeña en octubre de 2017. Pero lo cierto es que ese cambio, si es que lo hubo, duró poco.

Apenas los cascos azules de la ONU dejaron Haití ese año, la inestabilidad se apoderó de nuevo del país. Desde entonces, la nación caribeña ha enfrentado escándalos por la malversación de los fondos de Petrocaribe, disputas políticas para alargar inconstitucionalmente el periodo presidencial, el asesinato del presidente Jovenel Moïse, desastres naturales y el avance violento de bandas criminales que secuestran, roban, matan y controlan el 80% de la capital, Puerto Príncipe, y otras zonas del país.

La crítica situación de violencia ha llevado al desplazamiento de al menos 200.000 personas que se han visto obligadas a huir de sus hogares hacia otras zonas de Haití y también al extranjero. Los haitianos, después de los venezolanos y los ecuatorianos, son la tercera nacionalidad que más cruza el tapón del Darién, con 35.724 personas entre enero y agosto de este año, siete veces más que el período anterior. Y en la vecina República Dominicana, con quien comparte la isla de La Española, actualmente viven entre 650.000 y un millón de haitianos, según datos de la ONU.

De nuevo, la comunidad internacional –a través del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas– aceptó que la salida al drama haitiano debe llegar de la mano de la intervención de una fuerza armada multinacional. Un año se tardó en autorizar la operación que el presidente de ese país, Ariel Henry, había solicitado en 2022. ¿Esta vez tendrá éxito esa fórmula para sacar a Haití del torbellino de violencia e inestabilidad que la azota?

Se estima que la intervención se inicie en enero de 2024, aunque esta vez no participarán los cascos azules, sino al menos 1.000 efectivos de la policía de Kenia, y posiblemente de algunos de sus socios del Caricom, como Antigua y Barbuda, Bahamas y Jamaica.

Pero la participación de Kenia como líder de la intervención dispara las dudas no solo sobre la efectividad de la misma, sino también por los posibles excesos de la fuerza policial keniana, sobre la que pesan denuncias de violaciones de derechos humanos. Ejecuciones extrajudiciales, extorsiones y abusos a refugiados de Somalia, represiones violentas contra manifestantes y uso ilegal de la fuerza son algunas de las irregularidades de esa fuerza policial, que han denunciado organismos internacionales como Human Rights Watch.

Pero Kenia también es considerada una potencia en desarrollo, tiene la economía más grande del África Oriental y suele adelantar misiones de cooperación en otros países, como los programas educativos acordados recientemente con Colombia. Incluso ha participado en acciones para detener a grupos violentos, como a finales del año pasado en la República Democrática del Congo.

Kenia, a más de 12.000 kilómetros de Haití, tiene un punto a su favor a la hora de desplegar a su policía en la nación caribeña. Aunque ésta se independizó de Francia hace ya 219 años, para sus habitantes el colonialismo es una herida muy profunda que el siglo pasado reabrió la ocupación de Estados Unidos. De ahí que, como dice el politólogo Louis Jean-Pierre Loriston, siempre se ha pedido que “cualquier intervención con militares tiene que ser de gente del mismo color que nosotros. La misma esclavitud nos dice que si tu traes blancos con armas, ya eso trae como consecuencia no aceptar esa situacion. Culturalmente, el haitiano no lo acepta”. 

Las bandas armadas

Haití ha pasado más de 13 de los últimos 20 años intervenida por fuerzas de la ONU. La Minustah, que se extendió desde 2004 hasta 2017, llegó después del golpe de Estado contra el entonces presidente Jean-Bertrand Aristide. Fue acordada en medio del rechazo por el aplazamiento de las elecciones generales y de disputas entre bandas armadas por el control territorial de Haití.

Hoy más de 150 organizaciones criminales de diversos orígenes azotan al país. Pero la más llamativa es la “Fuerza Revolucionaria G9 es Familia y Aliados” (Fòs Revolisyonè G9 an Fanmi e Alye, en creole), una alianza de nueve grupos armados dirigida por el expolicía Jimmy Chérizier. Mejor conocido por su alias Barbecue, se retiró de la policía en diciembre de 2018 acusado de violaciones a los derechos humanos. Varios reportes lo señalan como un fuerte aliado del asesinado presidente Jovenel Moïse para amedrentar a los manifestantes que en 2019 colmaron las calles de Puerto Príncipe en protesta por el desvío de los fondos de Petrocaribe.

Justo a inicios del año siguiente, los secuestros resurgieron con tal fuerza que desde entonces se convirtieron en parte del paisaje de Haití. Y lo peor es que esa nación enfrenta grandes debilidades institucionales a la hora de luchar contra grupos armados. En efecto, abolió el Ejército en 1995, tiene una policía con vínculos con los grupos criminales y un Servicio de Inteligencia Nacional (SIN) infiltrado por estos. Así es imposible resolver la violencia e inseguridad que mantiene sometidos a los pobladores del país más pobre del Hemisferio Occidental.

Algunos de los expertos consultados prefieren llamar milicias a lo que la comunidad internacional suele llamar pandillas o bandas criminales. Loriston explica que los grupos armados han acompañado a Haití desde la independencia en 1804 y suelen estar vinculados a los grupos políticos. Esto ocurre, sobre todo, desde los años ochenta, tras la caída de la sangrienta dictadura de Jean-Claude Duvalier (Baby Doc). “No puedes llamar pandilla a alguien a quien el mismo Estado o gobierno le entrega las armas. Si es la misma élite político-económica la que entrega armas a esas personas, son milicias. (…) Todos los que han gobernado Haití desde 1986 hasta hoy siempre han tenido un brazo armado”, asegura Loriston.

Al respecto, el Instituto para la Justicia y la Democracia en Haití (IJDH, por sus siglas en inglés) ha recibido reportes desde los territorios controlados por las pandillas y destaca que las condiciones son dramáticas. “La situación en el terreno es descrita por los haitianos como un infierno viviente, donde ellos arriesgan sus vidas si tienen que dejar sus hogares para buscar alimentos y agua”, cuenta Alexandra Filippova, abogada senior del instituto, con sede en Massachusetts, Estados Unidos.

Filippova resalta que las bandas que controlan buena parte de Puerto Príncipe y otras zonas usualmente utilizan una violencia brutal para obtener y mantener ese control territorial que incluye asesinatos y mutilaciones, al igual que secuestros, violencia sexual y quema de viviendas. “A este punto, la situación es realmente desesperante”, dice. Y coincide con Loriston: hay una complicidad del gobierno con las pandillas que ha llevado a que la policía esté profundamente infiltrada por éstas.

De ahí que, ante los niveles extremos de gravedad que ha alcanzado la crisis, surja la duda de si esta próxima intervención podría terminar con resultados diferentes a los de  2017. No hay que olvidar que, además, esa operación dejó en Haití incontables casos de explotación sexual y una epidemia de cólera. Para Henry Boisrolin, integrante del Comité Democrático Haitiano en Argentina, mientras antes se trataba de un envío de cascos azules –dependientes directamente de la ONU–, esta vez será “una colaboración de países, con la bendición del Consejo de Seguridad. Esa es la única diferencia”.

Boisrolin resalta que la intervención contradice “la voluntad del pueblo, de sus organizaciones populares, que se han manifestado de manera abrumadora contra toda intervención”. Internamente, agrega, este tipo de operaciones deben ser autorizadas por el Congreso, pero en Haití no existe tal, porque el mandato de los diputados y senadores cesó en 2020 y no se han realizado elecciones. “Por donde uno lo mire, está mal”, expresa.

Loriston, por su parte, considera que una intervención como la planteada puede contribuir a ciertos niveles de seguridad en las calles y, sobre todo, a lograr que esos grupos pierdan influencia en las zonas que controlan. Aunque, asegura que “esas fuerzas (de intervención) no van a entrar a las comunas (barrios pobres), en las zonas donde no hay ley. Se van a quedar en las grandes avenidas, y los grupos se van a replegar a las comunas”. Además, agrega que, para desarmar a las bandas, primero hay que evitar que lleguen las armas a Haití, un tráfico motorizado por sectores políticos.

El reto de la institucionalidad

Por otra parte, la intervención podría contribuir a allanar el camino para celebrar las elecciones generales pendientes desde hace dos años, al imprimir algún nivel de seguridad y confianza para que la población pueda acudir a votar por un nuevo presidente y un nuevo Congreso. Con ello se podrían resolver en parte los problemas de gobernabilidad del país, cuyos mandatarios gobiernan desde 2020 por decreto.

Justamente, la legitimidad de los dos presidentes más recientes ha estado en entredicho. Moïse, asesinado en julio de 2021, era considerado un gobernante de facto por algunos sectores. ¿La razón? Había decidido gobernar un año más –hasta febrero de 2022– porque no pudo tomar posesión del cargo cuando correspondía. Pero la oposición insistía en que su mandato había terminado en febrero de 2021. Como en Haití no existe un Tribunal Constitucional que dirima esos temas, todo quedó a la interpretación de cada grupo.

Y la falta de institucionalidad jugó de nuevo un papel determinante con el actual presidente Ariel Henry. La Constitución dice que, en caso de vacancia presidencial, el primer ministro debe asumir el poder. Unos días antes de su asesinato, Moïse había designado a Henry en esa posición, pero nunca lo juramentó. Al final, el entonces primer ministro interino Claude Joseph se hizo a un lado para evitar una mayor crisis institucional y le dejó el camino libre a Henry.

La crisis de gobernabilidad es precisamente la culpable de la catástrofe de inseguridad de dimensiones humanitarias que vive la nación caribeña. Al menos así lo cree Filippova, para quien esta sucesión de malos gobiernos ha sido una estrategia deliberada de los partidos para desmantelar las instituciones democráticas para mantener en sus manos el Estado y perpetuar la corrupción.

Los expertos asumen diferentes perspectivas sobre lo que necesita Haití para superar este cuadro dramático. Según Loriston, las soluciones son a muy largo plazo: educación como fórmula de rescate de los jóvenes en las comunas y depuración de la Policía haitiana, entre otros. Mientras tanto, Filippova cree que la captura del aparato estatal y la corrupción que protagonizan los grupos políticos tiene que cesar para que una intervención internacional tenga posibilidades de tener un éxito que se mantenga en el tiempo. Y Boisrolin considera que Haití necesita un plan de reformas amplio, pero adelantado por los propios haitianos, sin intervención internacional. “Nadie puede decidir por un pueblo. Nada va a avanzar realmente sin el consentimiento popular”, señala el activista.

La diversidad de soluciones que necesita Haití habla precisamente de la profundidad de la crisis. Por lo pronto, habrá que esperar a ver si la comunidad internacional esta vez está dispuesta a ir más allá de una intervención militar, para acompañar a la nación caribeña en el camino hacia un mejor futuro. Algo que, por ahora, luce bien lejano.

Por Suhelis Tejero de Conectas.

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