Una vida, incluso vista a través de un microscopio, es más que células. A través de ese portaobjetos se puede apreciar una historia, un futuro, una sonrisa. Solo hay que detenerse para ir más allá de la tecnología. De eso se hizo consciente la bioanalista Marlyn Puerta, apenas comenzaba su carrera, cuando conoció a Bárbara, la protagonista de este relato.

Texto: Marlyn Puerta.
Ilustraciones: Walther Sorg.

Cuando vi a la pequeña Bárbara, de apenas 5 años, era de noche y, para las enfermeras, lloraba sin razón aparente. Su mirada con sangre me indicaba que algo no estaba bien. Yo debía extraer las muestras de sangre para hacerle una hematología de rutina. Había sido ingresada a urgencias, hacía cinco días, y le diagnosticaron anemia. 

Tomar las muestras de sangre no es parte de mi trabajo habitual. La dinámica dentro del laboratorio de emergencia de un hospital tipo IV (es decir, los más grandes del país) no permite que los bioanalistas nos acerquemos a los pacientes a tomar las muestras, mucho menos a conversar con ellos: eso es algo que les compete a los asistentes de laboratorio.

En una guardia podemos llegar a atender entre 100 a 200 pacientes. Es abrumador no solo por la infinidad de nombres, sino porque de cierta manera la vida de estas personas depende de nuestro trabajo. Pero a nuestras manos llega un tubo con una identificación y una serie de notas sobre los exámenes a realizar, más alguna breve descripción de su diagnóstico, y poco más.

Ese día de 2003 fue diferente.

Como profesional novel, me sentía emocionada y agradecida de conocer a los pacientes, así que de vez en cuando me permitía la travesía de salir del laboratorio y caminar por el hospital. En compañía de la asistente del laboratorio, visitaba las salas de hospitalización y recolectaba las muestras. Fue en la hospitalización pediátrica que atendí a Bárbara. Procedimos a tomar la muestra lo más rápido posible para evitar que siguiera llorando. 

No podía dejar de preguntarme por qué sus ojos estaban inyectados de rojo.

Cuando conoces al paciente, la muestra deja de ser solo un tubo. En el laboratorio, me dediqué a analizar la muestra de Bárbara con detalle. La imagen que arrojó el equipo en el que la procesé me dejó paralizada. Un nudo en mi estómago me impedía hablar y un golpe en el corazón me obligaba a avanzar.

Aunque el reporte emitido señalaba que el valor de las plaquetas estaba dentro del rango esperado, no eran para nada normales. 

El histograma mostraba que algo estaba pasando. Y de inmediato pensé en sus ojos de sangre. El histograma de eritrocitos (glóbulos rojos) es un gráfico que emiten los equipos automatizados. Separados entre sí por un estrecho valle, en ese gráfico se observan dos picos con alturas diferentes, que responden al volumen y la concentración de poblaciones celulares encontradas en la muestra. El primer pico es el más bajo y refleja la cantidad de plaquetas. El segundo, que es el más alto, representa la cantidad de eritrocitos. Aunque rara vez se ve alterado, no fue el caso de Bárbara.

Si bien el algoritmo automatizado determinó la concentración de plaquetas y eritrocitos, el usual valle que separa un pico del otro estaba ausente. No había ningún punto de corte. El equipo, en realidad, confundió ambas poblaciones. Era necesaria la observación directa al microscopio. Y no fue un problema solo del equipo. Las personas que atendieron a Bárbara previamente presentaron la misma confusión.

Al no tener alertas y ver los valores dentro del rango esperado, los otros bioanalistas solo identificaron una anemia. En ese momento recordé los libros y las clases en la Escuela de Bioanálisis: las explicaciones de mis profesoras de hematología sobre la relevancia de evaluar cada imagen que analizan los equipos, de lo importante del rol humano detrás de las máquinas. No era una anemia común. Bárbara presentaba una anemia hemolítica, un tipo de anemia donde los glóbulos rojos sufren ruptura celular en fragmentos más pequeños. El proceso es tan rápido que al cuerpo no le da tiempo de producir nuevos glóbulos rojos. Eso por un lado y, por el otro, ¿dónde estaban las plaquetas?

El volumen de trabajo en un hospital como este, con diferentes servicios, hospitalizaciones, emergencia; que funciona las 24 horas, los 365 días del año; aunado a la presión de familiares y médicos, más la estructura de trabajo, conllevan, de alguna manera, a despersonalizar a los pacientes, a priorizar resultados ante las muestras.

Todo parecía indicar que no se habían hecho más estudios porque Bárbara estaba siendo tratada por una anemia por deficiencia de vitaminas. Con estos nuevos hallazgos a la mano, procedimos a indagar para ver directamente qué estaba ocurriendo en su cuerpecito.

Su muestra parecía un campo de batalla. Los eritrocitos, que usualmente tienen un tamaño y una forma promedio, en ella se encontraban en diversos tamaños y formas. Era como si les cayeran bombas fragmentarias y lo que quedaba eran pedacitos de células. Las plaquetas, tal como había inferido, estaban casi ausentes. Al rectificar su valor por técnicas auxiliares, se evidenció un valor crítico y riesgoso para la vida de la niña.

Un detalle, nada menor, que había sido omitido. 

Y allí estaba yo, recién egresada, con esa realidad frente a mí. Solo podía recordar su carita llorosa y sus ojos rojos. Cuando las plaquetas están muy bajas, ocurren hemorragias. Si sangra en los ojos, sangra en todos los capilares del cuerpo. Quizá por eso lloraba.

***

er la realidad de la biología de la pequeña Bárbara, en ese microscopio, nos puso en tensión. Mi corazón se comprimió. Su estado era delicado y desconocíamos cuánto de esto era manejado por todo el equipo de salud.

La llegada de la pediatra de guardia, luego de recibir el reporte, fue un balde de agua fría. Trajo con ella toda la historia clínica de Bárbara: los análisis de sangre realizados antes de su ingreso y durante la permanencia en la emergencia pediátrica. 

Con angustia, mostraba cómo ningún reporte señalaba un valor disminuido de plaquetas. Las gráficas contaban en un lenguaje incomprensible para ella lo que ocurrió día tras día. Ninguno de los profesionales en diversas especialidades se dio cuenta de las alteraciones, a pesar de que cada imagen gritaba lo que estaba pasando. 

Los exámenes de laboratorio cuentan historias. Los de Bárbara eran la historia de una guerra: anemia hemolítica y púrpura trombocitopénica. 

En las anemias hemolíticas de origen autoinmune, lo que ocurre es que los fragmentos de glóbulos rojos son “confundidos” con plaquetas por el equipo automatizado. Por ejemplo, en una persona con valores “normales” de plaquetas, se observaría un aumento exagerado de plaquetas, que en realidad son pedacitos de glóbulos rojos. En casos como el de Bárbara, con un conteo disminuido de plaquetas, esos pedacitos enmascaran una condición extra subyacente, la de las plaquetas bajas. 

¿Por qué ignoraron el sangrado en sus ojos y en otras partes del cuerpo? ¿Por qué no se tomaron en cuenta los cambios progresivos? ¿El cambio en la coloración de sus heces, la aparición de posible sangrado en sus encías?… 

Sin embargo, no era momento de reproches. Era momento de que recibiera el tratamiento que realmente le quitaría el llanto. Bárbara había sido tratada de forma errónea por cinco días. 

La noche de ese miércoles, aunque era incierto el panorama, me sentí esperanzada. Con un diagnóstico claro, con un equipo profesional informado al frente, todo sería diferente para ella. 

El sábado de esa misma semana, en mi siguiente guardia, pasé por la emergencia pediátrica a preguntar por la pequeña. 

No sobrevivió.

La lectura de la historia de la guerra en su sangre no llegó a tiempo. 

Como profesional, pensaba que si hacía el mejor trabajo posible, la consecuencia inmediata era la reposición de la salud del paciente, pero estaba equivocada. No todo depende de mi labor, y más en un hospital en Venezuela, con tantas deficiencias y trabajo por delante. No estamos preparados para casos como el de Bárbara. No hay protocolos de apoyo emocional, tampoco nos enseñan a gestionar las pérdidas ni dificultades en el camino. El sistema de salud, tal y como está, no ayuda a la humanización de la medicina. 

Ese fue el primer y último año que trabajé en emergencias y en un hospital. A partir de entonces, me dediqué a otros espacios. Ahora, tantos años después, como docente de la Escuela de Bioanálisis de la Universidad Central de Venezuela, comparto la historia de Bárbara con mis estudiantes para que, desde el primer año, tomen consciencia de que una vida vista a través del microscopio es más que células. En ese portaobjetos se encuentra una historia, un futuro, una sonrisa. 

Esta historia fue producida en el curso Medicina narrativa: los cuerpos también cuentan historias, dictado a profesionales de la salud en nuestra plataforma formativa El Aula e-nos.