Aunque el gol de media cancha de Rondón nos hizo soñar con más, aunque el penal parado por Romo nos hizo pensar en las semifinales, muy a pesar de esos dos momentos de euforia, lo más bonito de esta Copa América fue el sentimiento de sabernos competentes como colectivo.
Fuimos a la Copa sin juegos amistosos, con el lejano recuerdo del buen inicio de las eliminatorias y con la esperanza de sumar experiencia para seguir el camino al Mundial, que sigue siendo la estrella que todos queremos alcanzar.
También llegamos con una temporada soñada de Yangel en el Girona y con el campeón goleador del fútbol mexicano en nuestro once titular. Llegamos con los gritos ahogados del Preolímpico y con nuevos apellidos en el imaginario: Andrade, Segovia, Lacava, Aramburu. Y los de siempre: Soteldo, Rincón, Martínez, Ángel, Osorio, González, Cáseres y el resto de la trulla que dirige Fernando Batista, el Bocha.
En Estados Unidos nos pasó lo que nunca nos había pasado, es decir, jugamos un partido con uno más en cancha, remontamos contra Ecuador, nos pitaron un penal a favor, nuestros delanteros fueron efectivos y ganamos. Ganamos tres de tres, lo nunca visto. Y además, fuimos locales un día en que Texas metió a más de 20.000 venezolanos migrantes en un estadio para cantar al unísono:
¡Gritemos con brío, gritemos con brío,
muera la opresión!, muera la opresión,
Compatriotas
fieles, la
fuerza es la
unión…
En dos semanas, volvimos a intentar la heroica y nos salió. Nos salió en la cancha y en las calles, en un montón de países donde andan deambulando venezolanos en cualquier huso horario. Fue heroico porque nos volvimos a reunir en torno a una misión compartida: ser venezolanos, a pesar de todo y de todos.
Mi primer acercamiento a la Vinotinto fue cuando todavía no le decían así. Fue en unas eliminatorias para USA 94 o Francia 98, no lo recuerdo con exactitud.
Solo sé que jugamos contra Colombia y estábamos ganando el partido, pero no se terminaba a pesar del minuto 90 y no sé cuántos de reposición. Esa fue la primera vez que escuché: «lo mismo de siempre, hasta que marque Colombia». Y, en efecto, marcó.
En esos años, casi ningún niño de mi edad quería ser como Juan García o como Stalin Rivas. La mayoría se vestía de Romario, de Rivaldo. Y aunque el contexto cambió y vinieron ídolos como Ruberth Morán, Cari Cari, Rey o Arango, todavía más de uno nos hizo el feo en la cancha apoyando a las otras selecciones, como en la Copa América de 2007.
Batista se sumó a Farías y a Dudamel. Con César fuimos a un Mundial Sub20 y fuimos cuartos en la Copa de 2011. Con Dudamel volvimos a un Mundial Sub20 y salimos subcampeones del mundo, que se dice fácil. Con el Bocha hicimos, por primera vez, una ronda de 9 puntos.
Y más allá de los datos, con estos tres técnicos nos juntamos en la idea de competir. De saber que si uno falla, hay otros para hacerlo bien.
La tanda de penales es parte del juego y cualquiera puede ganar. Para fallar, solo hay que patear, así de simple. También para marcar.
Yangel, Wilker y Savarino son parte de la apuesta y uno es mejor que el otro. Sería una estupidez culparlos o decir que son malos. Tampoco lo era Lucena contra Paraguay. Como tampoco lo son Messi y Cristiano, que no metieron un penal esta semana, por ejemplo.
Lo extraordinario de estas semanas también se mide en los cientos de niños diciendo a sus papás que son Rondón, que se suben al balón como Soteldo o como un niño en España que le preguntó a su papá por qué Aramburu jugaba con Venezuela y no con La Roja.
Venezuela sigue siendo una idea de país que se construye entre todos, esa es la mayor demostración de la fe que nos tenemos. ¿Se puede perder un partido de fútbol?, claro, pero también vamos a ganar, ya estamos ganando. Mano, no pierda la fe.
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