Hoy hacemos memoria de un hombre, un pastor de la Iglesia católica, que conciente del riesgo que corría, no tuvo temor en decir y hacer lo que debía de parte de Dios Padre, siendo fiel al Evangelio de Jesús de Nazaret y en fidelidad al Espíritu Santo. De eso hace ya 42 años.
Monseñor Oscar Arnulfo Romero fue de esos hombres que el poeta argentino Atahualpa Yupanqui define como “los que ponen el gesto delante de la palabra”. Profeta-mártir de nuestro continente y desde hace 4 años santo.
A través de su mirada penetrante, propia de quien discierne desde el Espíritu el paso de Dios en ella, Monseñor Romero nos revela, por una parte, perplejidad y angustia al constatar tanto odio y maldad presentes en el corazón de muchos de sus compatriotas, que los llevaban a cometer atrocidades en desmedro de personas inocentes por el simple hecho de discrepar por ideas e intereses diferentes.
Y por la otra, la responsabilidad que sentía como pastor, de ser voz de los “sin voz”, y asumir la doble dimensión de su compromiso cristiano en denunciar y anunciar, encarnar las angustias de los más excluidos y perseguidos, y sembrar la esperanza en la justicia y el amor.
Algo que le angustiaba terriblemente era cómo enfrentar las consecuencias de esa polarización política y social que arrastraba y devoraba a todo el pueblo de El Salvador hacia una cultura de la violencia y la muerte.
El Salvador se situaba en un “círculo de violencia” generada por ideologismos que hacen de esa situación un instrumento privilegiado de acción política para imponer sus intereses particulares.
En Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, eran perseguidos y asesinados quienes no aceptaban “etiquetas prefabricadas”, ni “alineamientos” en función de intereses de quienes estaban en el poder o lo pretendían.
Centro y Latinoamérica vivían y sufrían lo que analistas denominaron la etapa de la “guerra fría”. En El Salvador, durante el año 1979 y sólo en tres meses, murieron asesinadas 900 personas.
Algunas estadísticas afirman que en Centroaméric, murieron violentamente más personas que en la guerra de Vietnam. Era la lucha por los espacios de influencia político-ideológica.
Estados Unidos quería mantener su hegemonía en la región, aunque tuviese que apoyar o imponer y sostener (como lo hizo por décadas) a regímenes totalitarios y violentos, promoviendo la presencia militar ante el fracaso de las estructuras políticas tradicionales.
Era una opción por el control militar y policial, antes que apoyar soluciones a los graves problemas sociales y económicos que se generalizaban y profundizaban en la región.
Esta polarización no sólo ayudaba a las radicalizaciones, sino que se justificaba en ellas mismas, y se generó una espiral de la violencia que acompañó durante más de dos décadas, y que cubrió con la sombra de una larga noche de atrocidades, gran parte de la región latinoamericana, especialmente a El Salvador.
Quienes hacen el esfuerzo, no por mantenerse al margen de las realidades, sino de vivir con coherencia el pensamiento y el compromiso asumido, sufren al igual que Mons. Romero, la etiqueta de “que quiere justificar lo injustificable”.
Para los que intentaron mantenerse fuera de la confrontación y callaron lo que debían haber denunciado, protegiendo sus intereses, Mons. Romero, en el mejor de los casos había sido utilizado como instrumento de radicalización.
Para quienes deseaban que Monseñor Romero se alineara en abierta confrontación contra el régimen, afirmaban que era manipulado por sectores conservadores de la Iglesia y los grupos económicos.
Y ante este tipo de actitudes, ni antes ni ahora, existen vacunas para evitarlo, y nadie está libre de contagiarse, ni siquiera los eclesiásticos.
El gran secreto de un cristiano que se precie como tal, es el “encuentro con el Señor”. En algún momento de nuestra vida lo descubrimos, lo encontramos. Él siempre está frente a nosotros, se nos manifiesta de miles maneras, se personifica en muchas de las personas que nos rodean. Somos libres de buscarlo, de descubrirlo, de encontrarlo y especialmente, de asumirlo. Él se nos hace encontradizo.
Desde ese momento, somos naturalmente “signos de contradicción”. Estoy seguro que San Romero de América hoy nos acompaña, y nos anima para que su ejemplo sirva de especial referencia a nuestro compromiso de hoy, ante la realidad que debemos asumir, o que ya estamos asumiendo, en nuestra Venezuela de hoy.
Y que siempre lo recordemos y nos inspiremos, más allá de cada 24 de marzo.