Texto: Moraima Pérez
Ilustraciones: Carlos Leopoldo Machado
Alejandro no es su verdadero nombre, pero lo llamaremos así por razones que se revelarán obvias a medida que se desarrolle su historia. Por esas mismas razones, conservaremos en reserva el nombre del pueblo en el cual reside actualmente.
Decidido y alegre, es un joven deportista, aficionado a la cacería y la pesca. También siente pasión por los negocios, tanto así que llegó a tener la ferretería más grande de su pueblo. Además de su negocio ferretero, tenía con un primo una venta de carros usados en Maracaibo. Los dueños dejaban los vehículos en consignación, ellos los vendían y cobraban una comisión. No eran grandes negocios, pero le permitieron mantener a su familia, conformada por él, su esposa y sus tres hijas.
Casi todos los fines de semana, recorría los 60 kilómetros que separan San Antonio, en el área metropolitana de Maracaibo, de La Cañada de Urdaneta, el municipio en el que nació hace 50 años, para visitar a su padre, de 75 años, y a su madre, de 72. Eran la única familia que le quedaba en el lugar. Su esposa y sus hijas ya habían dejado de vivir en La Cañada.
Estas visitas frecuentes las consideraba necesarias para mantener el contacto y atender las necesidades de sus padres. Pero todo eso cambió cuando se enteró, por una llamada telefónica de su padre en febrero de 2022, que sujetos desconocidos habían disparado contra la casa familiar. Por fortuna, nadie había resultado herido.
Alejandro sabía que este ataque no era fortuito. Tampoco eran sus padres el verdadero objetivo.
La Cañada de Urdaneta, en la costa oeste del lago de Maracaibo, en el extremo occidental venezolano, cuenta con una superficie aproximada de 2 mil 40 kilómetros cuadrados. Sus habitantes viven principalmente de la pesca y el comercio (hay muchas empresas de pescadería en su orilla del lago). En 2016 vivían allí 107 mil 463 personas, pero desde entonces muchos —es muy difícil precisar cuántos— se han marchado.
—La Cañada, cuando no se vivía la inseguridad que se vive ahorita, era el mejor municipio del mundo, ni siquiera de Venezuela, sino del mundo, porque conseguía de todo: teníamos todos los servicios, toda la comida. Hasta podíamos pescar. La gente siempre ha sido muy colaboradora; de esa gente que te mete la mano en cualquier dificultad. Pero lamentablemente la inseguridad cambió las cosas —cuenta Alejandro en su nuevo hogar.
Ese que prefiere que nadie sepa dónde queda.
Ese en el que ahora se siente un poco más tranquilo.
Porque la vida en su pueblo se había hecho difícil, muy peligrosa. Se hablaba mucho de extorsiones y asesinatos. Alejandro decía que a él nunca lo habían amenazado ni le habían cobrado vacuna, pero que sí escuchaba de muchos casos y por eso comenzó a pensar en irse, casi como una acción preventiva.
—Ya no se podía salir después del atardecer; no podías andar en la calle a las 8:00 de la noche… eso parecía un pueblo fantasma.
Pero ahora, quizá porque ha ganado confianza o porque simplemente se ha cansado de ser prudente, cuenta su verdad completa en lo que parece más bien un desahogo.
Con frecuencia llegaban hasta su negocio emisarios del jefe de una de las bandas conocidas de la localidad a pedir cables, pinturas, herramientas y otros artículos, con la excusa de que los “necesitaban”. Se lo pedían a modo de “colaboración”. No amenazaban ni se mostraban agresivos, pero no era necesario porque la mala fama los precedía: prácticamente todos los comerciantes, de distintos ramos, sufrían esta suerte de extorsiones de baja intensidad.
Mientras se mantuviera en esos límites, los comerciantes parecían dispuestos a consentirla. Pero un día de mediados de 2020 dejaron de pedirle a Alejandro artículos de ferretería para exigirle directamente dinero: debía pagar una cuota mensual, “por su propia seguridad”.
Él se negó. Comprendía que pagarles significaba no quitárselos nunca de encima y terminar trabajando para el beneficio de otros, no de él ni de su familia.
La respuesta de los delincuentes fue contundente: arrojaron una granada a la venta de automóviles usados que tenía en Maracaibo. Los daños solo fueron materiales y nadie resultó lesionado, pero bastó para que se retirara de la sociedad, pues no quería exponer a su primo a más riesgos. Remató los cuatro automóviles de su propiedad y no volvió por allí. Cerró su ferretería y desplazó su actividad comercial hacia la virtualidad para estar menos expuestos físicamente.
Todos en el pueblo lo saben. Lo conocían; lo habían visto crecer. Podían relatar su historia porque la vieron en primera fila: detrás de los primeros intentos de extorsión estaba John Wade, uno de los jefes de bandas que operaban en La Cañada de Urdaneta, señalado de cometer delitos de homicidio, secuestro, extorsión, sicariato y cobro de vacuna en el estado Zulia. Vivía con una mujer de una familia en la que muchos de sus miembros eran delincuentes. En su juventud, a Wade se le conoció como un hombre humilde, pero se dice que la unión con esa familia fue lo que lo llevó a delinquir.
Para la fecha del ataque con una granada, Wade, quien había sido muy buscado —tenía alerta roja en Interpol— ya había muerto en el lejano estado Bolívar, el 6 de octubre de 2018, presuntamente en un enfrentamiento. Pero con su muerte no se acabaron los hechos delictivos en La Cañada de Urdaneta ni en otros municipios vecinos.
A aquel ataque, le siguieron las llamadas telefónicas exigiendo dinero y amenazando con más represalias si no pagaba.
—En esos días me contactaron por teléfono —cuenta— y me dijeron que si ella abría la venta de ropa, tenía entonces que pagar la extorsión o sencillamente le iban a hacer daño a mi familia. Hablé con mi esposa y le dije que no montara ninguna venta de ropa, y echamos el negocio para atrás.
En medio de esta situación, Alejandro comenzó a ir todos los fines de semana a visitar a sus padres, ya ancianos, en el pueblo natal. Hasta que ese día de febrero de 2022 recibió la noticia del ataque contra la casa familiar. Sus alarmas se dispararon otra vez y comprendió que no podría seguir visitándolos, porque los delincuentes podían hacerles daño como represalia por no querer pagar.
Desde ese día, se vio obligado a espaciar sus visitas, y ahora carga con las recriminaciones de su madre por sus prolongadas ausencias.
Sin embargo, no encuentra otra solución; sabe que cada vez que llega a La Cañada de Urdaneta pone en riesgo su vida y la de sus padres.
—Dejar botada la casa, dejar botado el negocio, bueno, fue una decisión muy difícil. Lo pensé muchísimo, pero lo más importante fue que me puse en las manos de Dios para que me ayudara a tomar esa decisión, y Dios me dio paz y gozo cuando la tomé. Lo hablé muy bien con mi esposa y mis hijas, porque es muy difícil tomar una decisión de esas solo, pero había que hacerlo por la tranquilidad de todos, y orando mucho Dios me dio la valentía para hacerlo.
Alejandro nunca ha acudido a las autoridades policiales para denunciar su situación. Simplemente, no confía en ellas. Siente que estas actúan en complicidad con los delincuentes y piensa que eso podría meterlo en más problemas.
Luego de mudarse, comenzó a vender los productos de ferretería por internet. Utiliza Instagram, Facebook y Mercado Libre. No es lo mismo, ni en resultados ni en satisfacciones, pero es una forma de seguir llevando el pan a la casa. Ya no vive en el que se acostumbró a considerar su lugar definitivo de residencia, lejos de sus padres, limitado en sus nuevas iniciativas comerciales, que siempre fueron su gran pasión, por el temor ante posibles agresiones; su familia más cercana también ha sufrido transformaciones no deseadas: a pesar de que sus hijas son su principal preocupación, ya no viven con él. Una se fue a Colombia y las otras dos a Estados Unidos.
Esta historia es parte del seriado “Desplazados”, producido por La Vida de Nos y cedido para su republicación