Por favor no disparen

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Foto: Agencias

Aunque hacía su trabajo tomando imágenes de apoyo para un documental, Emiliana decidió unirse a la voz de los manifestantes para pedir a los oficiales de la Guardia Nacional Bolivariana que no dispararan. Uno de ellos la escuchó, giró hacia donde estaba ella y le disparó.

Fue el 23 de febrero, el día que Juan Guaidó afirmó que la ayuda humanitaria enviada por Estados Unidos y diversos países entraría a Venezuela “sí o sí”, y lo que ella vivió ese día le dejó heridas, aunque no físicas, que la acompañarán por siempre: un oficial del Faes le puso una ametralladora en la cara; el lugar donde se alojó fue allanado por presuntos colectivos que buscaban periodistas y, al no encontrarlos, robaron y destruyeron habitaciones; y tuvo que correr a esconderse en una casa ajena cuando un grupo de motorizados armados la persiguió, junto a un grupo de personas, mientras hacían disparos al aire.

No fue hasta casi una semana después, tras recibir ayuda profesional, que pudo dormir cuatro horas seguidas.

“Nunca he tenido un arma larga a escasos centímetros de mi cara. Fue una sensación aterradora y yo básicamente me paralicé”, cuenta Emiliana, co-fundadora de Caracas Chronicles, sobre el episodio con el Faes. “Otro hacía gestos de que nos iba a pegar con su arma, pero paraba justo al momento de hacer contacto con el cuerpo. Lo hacía riéndose: todo apuntaba a que le daba placer atemorizar a las personas”, agrega.

Esto sucedía específicamente en Tienditas, estado Táchira, poco después del mediodía donde unas 50 personas protestaban pacíficamente. Entre ellos, había ciudadanos que decían que normalmente no salían a las calles, pero que era un día especial y estaban seguros de que los guardias se iban a poner “del lado del pueblo”. Horas antes, una marcha de las Damas de Blanco había sido reprimida en Ureña cuando estaban a más de una cuadra de un cordón de la Guardia Nacional.

Pasada la 1:00 de la tarde, a la zona llegó una veintena de hombres en motos y encapuchados. Los manifestantes corrieron a resguardarse, pero una de las colegas de Emiliana fue apuntada con un arma en la cara, mientras escuchaba: “maldita, maldita, muere maldita puta”. El sujeto que lo decía tenía acento caraqueño y los vecinos coincidieron que ni él, ni el resto del grupo, vivían en la entidad.

“Nos logramos resguardar en la casa de una señora que vivía a unos 100 metros donde empezó el ataque. Había como 40 personas dentro de su pequeño hogar; había niños gritando, a una señora se le había perdido la hija y el dueño de la casa nos pidió que nos agacháramos en el piso e hiciéramos silencio. Pasamos hora y media sentados en el piso en profundo terror”, dice Emiliana, quien mientras recuerda los hechos se pone nerviosa.

Según ella, a cinco metros del suceso había un cordón de la Guardia Nacional, cuyos funcionarios no hicieron absolutamente nada, “mientras la gente gritaba, corría y trataba de salvar sus vidas”.

Acto seguido, cuando los hombres en moto se marcharon y el grupo de personas logró salir del escondite, los oficiales reprimieron “sin ningún tipo de necesidad”: a Emiliana le dispararon, a tres señoras que se arrodillaron para pedir piedad las apuntaron y a un ex comandante de la Guardia Nacional, que protestaba como civil, le pegaron 7 perdigonazos en las piernas y tuvo que ser trasladado con urgencia a un hospital.

“Los vecinos aterrados salieron a cargar al señor, lo montaron en una camioneta y lo llevaron a un hospital. Hablamos con varios médicos, y ya habían llegado heridos de armas de fuego y, mientras esto sucedía, nosotros no habíamos caído en cuenta que casi nos matan y que nos querían matar”, agrega.

Uno de los doctores denunció que un colectivo le había apuntado al pecho con un arma de fuego cuando él intentaba salvar la vida de un paciente.

En horas de la noche, cuando llegaron al lugar donde se hospedaban, Emiliana afirma que motos rondaban por las calles con armas al aire y esa escena provocaba que a ella se le hiciera un hueco en el estómago. No durmió; sus compañeras tampoco.

A las 4:00 de la mañana del domingo lograron partir de nuevo a casa, Caracas, y por suerte no había calles cerradas. “Una vez fuera de San Cristóbal es que pude tranquilizarme”.

En el viaje de regreso comenzaron sus llantos espontáneos que se mantuvieron con el pasar de los días. Una semana después, expresa que tiene un sentimiento de culpa por “saber que tengo un hogar donde llegar cuando la mayoría de la gente en Santa Antonio, Ureña y Tienditas viven atemorizados y en el profundo miedo”. Por ello, nunca olvidará la frase que le dijo uno de los habitantes de Táchira el pasado sábado 23 de febrero: “ustedes se irán mañana, pero nosotros seguimos aquí y ellos saben dónde vivimos. Esto es nuestro pan de cada día”.