El sociólogo y filósofo polaco Zygmunt Bauman, fallecido en 2017, empezó a intuir en la década de los ochenta del siglo pasado que nuestra sociedad había dejado de ser consistente y firme y progresivamente avanzaba hacia un desmoronamiento y adaptación, más propio de los estados “líquidos” que sólidos. Acuñó el término de “modernidad líquida” basándose en los conceptos de fluidez, cambio, flexibilidad, adaptación, relativismo de valores. Las estructuras fijas e inmutables propias de la modernidad sólida, desaparecen y fluyen.

Hay miedo a fijar algo para siempre. El trabajo ha perdido la seguridad, por lo cual, en buena manera también es líquido, poco predecible y de baja calidad. Posiblemente su marca fundamental es la precariedad, no solo en los ingresos económicos, sino también en otros aspectos, como la identidad que le proporciona a la persona que lo ejerce. Un adolescente, en la actualidad, tendrá como promedio 40 años laborales, y pasará aproximadamente, por más de 20 puestos de trabajo diferentes.

Vivimos en un mundo precario, provisional, ansioso de novedades. La metáfora de la modernidad líquida nos habla de la cultura actual como una esfera que ya no prohíbe, sino que muestra múltiples ofertas, que no tiene normas, sino propuestas. Es una cultura que busca seducir, atraer y distraer a través de señuelos. Los deseos y las necesidades se transforman y cada individuo cree que el mundo comienza y termina en sí mismo.

En palabras de Bauman, “la cultura de la modernidad líquida ya no tiene un pueblo que ilustrar, sino clientes que seducir”. Las cosas no van a durar mucho y tampoco las relaciones sociales. Por ejemplo, el matrimonio para toda la vida y los votos perpetuos de la vida religiosa tienen hoy poco sentido y a muchos les resultan incomprensibles, expresión de espíritus anclados en un pasado inexistente, que se resisten a aceptar los nuevos tiempos. Incluso la propia identidad, y con ello la familia, están amenazadas con la ideología de género al deslindar la sexualidad de la biología y posibilitar que la persona pueda ir mutando a diversas formas de entenderse y ejercer su sexualidad.

Gracias a las nuevas tecnologías, la relación espacio – tiempo, está variando a una velocidad increíble: ahora con un simple “click” nos conectamos a una información inabarcable, pero líquida, ya que nos cuesta mucho convertir la información en conocimiento; nos movemos por terrenos pantanosos que se han venido a denominar de la “posverdad”, que es una distorsión deliberada que manipula emociones y creencias con el fin de influir en la opinión pública. Si bien el diálogo, fundamento de la política, exige la veracidad y la verdad, hoy las noticias falsas, la mentira descarada, son recursos cada vez más utilizados por publicistas y políticos para engañar y manipular a los ciudadanos e imponer como verdad lo que saben bien que es completamente falso.

Además, si bien hemos abierto nuevas relaciones en el ambiente digital, el compromiso que percibimos en las nuevas formas sociales es muy sutil, y rodeado de superficialidad. Los grupos en las redes sociales suelen formarse por la sintonía de ideas o afinidades raciales, políticas o culturales, y difícilmente son espacios para reflexiones o discusiones profundas. Aunque es posible encontrar nuevos puentes para una relación profunda y enriquecedora, en general, en las redes predomina la superficialidad y la trivialidad. Basta un simple click para eliminar al que se atreva a expresar una opinión diferente, o será atacado y vilipendiado.

Tampoco podemos olvidar que a este mundo virtual no todo el mundo tiene igual acceso, con lo que a las nuevas discriminaciones y desigualdades, habría que añadir la discriminación digital, dado que las poblaciones más vulnerables y los grupos empobrecidos y excluidos, escasamente pueden acceder al mundo de internet.

Antonio Pérez Esclarín es educador y Doctor en filosofía. @pesclarin

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