Los médicos dijeron que el bebé podía morir. Que harían todo lo posible para salvarlo. Dijeron que era un caso difícil. Osana sintió por primera vez que no tenía control sobre lo que podía ocurrirle a Dylan. Veía a su hijo en la cama del hospital y le parecía que era otro niño. Había cambiado. No quería comer. No quería jugar. No quería moverse.
Dylan cumplió un año una semana antes de la hospitalización. Dio sus primeros pasos. Decía “papá” y “mamá” con claridad. Imitaba todo lo que Osana hacía: desde sacar la lengua hasta ponerse el teléfono en el oído y jugar a que atendía una llamada.
Osana leyó en Internet que los niños infectados por COVID-19 no mostraban síntomas graves. “No les da tan fuerte”. Se preguntó por qué le había tocado a su hijo “la lotería mala”. Se dijo a sí misma que si al menos un médico la hubiera escuchado una semana antes, no estaría en la sala de espera de un quirófano paralizada de miedo.
Los primeros días
Osana tenía 17 años cuando parió a Dylan. Al nacer, los médicos detectaron en el niño una infección urinaria. El recién nacido estuvo internado en el Hospital Clínico Universitario de Caracas por 15 días. Osana pensó que esos días de incertidumbre eran una prueba de Dios por no haber usado anticonceptivos.
El padre del niño se llama Aldo. Tenía 22 años cuando supo que Osana estaba embarazada. La pareja vivía con la madre de Aldo en la parroquia Coche, en Caracas. Tenían un ala entera de la casa para ellos. El espacio era pequeño, pero privado. Osana pasaba el día entero allí porque había dejado de trabajar. Solo los sábados salía de casa. Asistía a un instituto parasistema para terminar el bachillerato.
Los profesores del instituto empezaron a enviar tareas sobre el nuevo coronavirus en marzo de 2020. El viernes 13 de ese mes se confirmaron los primeros dos casos en Venezuela. Osana aprendió de memoria los síntomas: fiebre, tos seca, cansancio, dificultad para respirar y, en algunos casos, diarrea. Aprendió que podían empezar a manifestarse 15 días después del contagio. Cuando leyó que los primeros pacientes del nuevo SARS-CoV-2 se diagnosticaron en China, Osana pensó que la pandemia era una historia ajena. No conocía a nadie enfermo de COVID-19.
Osana celebró el primer año de su hijo durante la cuarentena, el viernes 8 de mayo. También el Día de las Madres. Aldo estaba fuera de casa por un viaje de trabajo. Esa noche, Osana y Dylan se quedaron en la casa de la abuela materna. La madrugada del lunes 11 de mayo, el bebé despertó llorando. Era más un quejido que un llanto. Tosía poco, pero al hacerlo lloraba más fuerte. La abuela se acercó para tocarle la frente. «¡Osana! Este niño tiene fiebre!».
En el Hospital Materno Infantil de El Valle nadie quiso recibirlo en Emergencias. Una mujer de bata azul y mascarilla le dijo a Osana que no podían atenderlo, a menos que el bebé tuviera tres días seguidos con la temperatura alta.
Osana la miró con rabia. Tomó el autobús de regreso a casa. Podía sentir a Dylan caliente, hirviendo. La fiebre no bajaba de 39 grados. Le dio un acetaminofén pediátrico. Confió en el consejo de su madre, suegra y amigas, y comenzó a darle penca de sábila para la tos. Pero Osana quería saber por qué su hijo estaba enfermo.
En el Centro de Diagnóstico Integral Cruz Villegas le pidieron una radiografía de tórax. Osana regresó con la placa ese mismo día. En el pulmón izquierdo del bebé se veía una bola blanca, del tamaño de una metra. El doctor dijo que Dylan tenía una neumonía leve. Precisó que era una infección bacteriana y recetó amoxicilina más ácido clavulánico. Envió el niño a casa. Esa noche, Osana no pudo dormir. Dylan tosía tan fuerte que la despertaba. La fiebre no cedía.
Volvieron al Materno de El Valle tres días después de la primera visita. La abuela materna llevó al niño de noche. Había discutido con Osana, porque la madre no quería salir a oscuras con su hijo enfermo. Temía que les pasara algo en el camino. La abuela le pidió ayuda a un oficial de la policía científica que pasó en un jeep, pero solo pudo llevarlos hasta el Centro Comercial de Coche. El lugar estaba solo. La abuela de Dylan vio pasar una moto. Sintió miedo. Pero era lo único que circulaba en la vía. Lo detuvo. Le dijo que su nieto estaba muy enfermo. El conductor los llevó al hospital y la abuela sintió que el camino era interminable. Osana los alcanzó en la moto de un amigo.
Pasaron la noche en Emergencias, hasta que una doctora les pidió que se fueran a casa. Dijo que esa había sido la orden. No podían hospitalizar a Dylan allí. Debía irse y seguir el tratamiento prescrito en el CDI. Era la 1:00 de la madrugada. Afuera estaba oscuro. No pasaban autobuses y Osana no conocía a nadie que pudiera llevarlos a casa a esa hora.
Esperó a que saliera el sol para dejar el hospital. Cubrió al niño con una manta para protegerlo del frío. Salió a la calle y miró hacia los lados. No había nadie. Vio pasar un carro negro a toda velocidad y no tuvo chance de pedirle ayuda. A las 4:00 de la madrugada, su suegra vio a lo lejos un camión que se aproximaba. Le hizo señas para que se detuviera. Llegaron a casa a las 5:00 de la mañana en el camión municipal del aseo urbano.
Aldo regresó de viaje ese día. Era jueves 14 de mayo. Osana le dijo que estaba asustada. Dylan ya no quería comer. Ella creía que el pecho le dolía tanto que no podía tragar. Se acercó al pecho de su hijo y sintió que el corazón latía muy rápido. La tos era cada vez más fuerte. El niño también tenía diarrea. Era aguada y rojiza. La pareja decidió que volvería al hospital en el que curaron a su hijo por primera vez. Osana empacó arepas en un bolso y guardó la placa de tórax. A las 5 de la mañana del viernes 15 de mayo, la familia tomó el Metro de Caracas hasta el Hospital Clínico Universitario.
La noticia
Dylan ingresó a Emergencias por neumonía con derrame pleural: la infección que antes había sido una pequeña bola se había esparcido por todo el pulmón izquierdo. La pediatra infectóloga que evaluó al niño sospechó que podía tener COVID-19. La prueba rápida descartó la presencia de anticuerpos para el nuevo coronavirus, pero la doctora no estaba convencida de que fuera un resultado fiable. Envió al niño a una carpa en la que atendían casos sospechosos y pidió que le tomaran muestras para una prueba PCR. Debía comprobar la presencia del material genético del SARS-CoV-2.
El Hospital Universitario es un centro centinela para la atención de pacientes COVID-19. Dylan fue hospitalizado en un cuarto de la zona de aislamiento. Había una cuna para él y una cama para Osana, separadas por un metro de distancia. Pero el niño no podía dormir solo. Lloraba si no sentía a su madre cerca. El llanto podía escucharse fuera de la habitación. Osana estaba convencida de que él se hacía daño en el pecho cuando se agitaba. Se dijo a sí misma que no podía permitir que el bebé sintiera dolor. Sabía que podía contagiarse, pero cambió todo de lugar solo para poder dormir junto a su hijo. Movió la cuna a un extremo y colocó la cama junto a la máquina de oxígeno.
Un bebé de un año no entiende qué significa estar separado de su madre. No sabe que él es diferente a ella. Diana Rísquez, jefa del servicio de psiquiatría del Hospital Universitario, explica que el niño comienza el proceso de construir “su propio yo” a partir de los 8 meses. Sin embargo, la definición de esta identidad no se completa hasta los 3 años. “Por esto, madre e hijo son la unidad simbiótica perfecta”. Este vínculo le da seguridad emocional al bebé. Irene Ladrón de Guevara, psicóloga especialista en primera infancia y crianza, dice que cuando el lazo se interrumpe en una situación de emergencia “puede aparecer en el niño lo que se conoce como ansiedad de separación”. La respuesta emocional suele ser muy intensa.
El comportamiento de Osana también es una respuesta biológica. Se cree que la hormona oxitocina tiene que ver con la sintonización emocional entre madre e hijo. Despierta el instinto maternal y activa en el cerebro el área relacionada con la sensación de recompensa cuando la madre tiene contacto con su hijo y pasa tiempo con él. Al experimentar una situación de crisis, se altera el mecanismo y se genera una respuesta contraria ligada al estrés.
Osana y Dylan compartieron la misma cama noche y día. Estaban obligados a quedarse en la habitación hasta tener los resultados de la prueba diagnóstica. Al tercer día de hospitalización, los médicos confirmaron sus sospechas. Dylan era un paciente infectado de COVID-19. Las enfermeras tomaron muestras de los padres para confirmar el posible contagio. Cuando los médicos los dejaron solos en la habitación, Osana se echó a llorar. Comenzaba una nueva espera: el bebé debía quedarse hospitalizado.
Osana amontonó en la cuna los envases de comida que repartían las enfermeras del hospital. También los desayunos y los almuerzos que le llevaban la suegra y el cuñado todos los días. Lentejas, arroz, caraotas. Osana no sabía si alguna de las comidas ya estaba pasada. Una mañana se dio cuenta de que no se había duchado desde que el niño ingresó al hospital. No había agua por tuberías. Tampoco tenía energía para bañarse con las garrafas de agua que su esposo le llevaba. Una madre siente tristeza y angustia cuando su hijo no está bien. Pero los expertos dicen que la relación simbiótica es tal, que la madre puede tener la sensación de que es ella la que está enferma.
Osana tenía estrés parental. La psicóloga Ladrón de Guevara lo explica como “respuestas de tensión emocional” ante la situación de riesgo en la que está un hijo. Los padres, como adultos, compensan las cargas emocionales priorizando la atención a la crisis. Se fatigan. Descuidan lo que no es urgente. “Lo urgente para mamá es mantenerse ‘orgánicamente’ alerta, para responder a su hijo cuando la necesite”.
Dylan pasó cuatro días en el Hospital Universitario. Pero no mejoró. Al contrario, los médicos notaron que su riñón fallaba. La creatinina llegó a 8 miligramos por decilitro, cuando en un bebé sano no supera los 0,6. Los valores de urea estaban en 300 miligramos por decilitro, y no deberían pasar de 40. Ambas sustancias son desechos tóxicos del organismo. El riñón las filtra y luego son eliminadas en la orina, pero el cuerpo de Dylan no las expulsaba. Navegaban en su torrente sanguíneo.
La relación entre la COVID-19 y las complicaciones renales todavía no está clara. La primera investigación publicada en Reino Unido se inició el 25 de marzo de 2020. Un grupo de médicos notó que el comportamiento de la enfermedad en los niños difería de lo que leían en los reportes chinos, la única data disponible sobre la COVID-19 en aquel momento. Los investigadores analizaron la evolución de 52 pacientes pediátricos entre 0 y 16 años. Los resultados revelaron que la mitad de los casos “mostraban evidencia de disfunción renal”, y más de una cuarta parte “cumplía con los criterios de diagnóstico de lesión renal aguda”.
El desequilibrio interno de Dylan era grave. El corazón, el estómago o el cerebro podían fallar de un momento a otro. No podían llevarlo a hemodiálisis porque era un niño muy pequeño. Solo podían hacerle diálisis peritoneal. El proceso reemplaza al riñón temporalmente, usando las paredes del abdomen para filtrar las sustancias tóxicas. Implicaba llevar a Dylan a cirugía para colocarle un catéter.
El niño entró al pabellón el 19 de mayo. Le pidieron a Osana que firmara un papel para confirmar que entendía los riesgos del procedimiento. El médico comenzó a hablar. Dylan no era un niño sano. Las operaciones tenían sus peligros. Podía quedar con una falla renal permanente. Podía depender de la diálisis para toda su vida. Podía sufrir un derrame en la sala de operaciones. Podía morir. Osana nunca había llorado frente a los médicos hasta ese día.
Osana y Aldo se sentaron en una sala de espera, cerca de las puertas que conducían al quirófano. A Osana le parecía que en el lugar había mucho silencio. No sabía si sentía calor o frío. Le dijo a su esposo que quería orar. Rezaron durante 45 minutos, hasta que la cirugía terminó.
Dylan ya no estaría más en el Hospital Clínico. No podían salvarlo sin ayuda especializada. Al salir de la operación, una ambulancia trasladó al bebé hasta el Hospital de Niños Dr. J.M. de Los Ríos.
El Hospital de Niños
Osana no conocía el Hospital de Niños. No sabía ni siquiera en qué parte de Caracas quedaba. Había leído sobre el lugar en las redes sociales sin prestar mucha atención a las noticias. Jamás pensó que necesitaría otro hospital que no fuera el Clínico Universitario.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) otorgó una medida cautelar el 21 de febrero de 2018 para proteger a los pacientes de Nefrología del hospital. Las ONG venezolanas Prepara Familia y Cecodap habían solicitado la medida por la escasez de tratamientos para pacientes renales, las dificultades para obtener un trasplante de riñón y por la falta de medicamentos inmunosupresores para evitar el rechazo de órganos. El servicio no tenía condiciones de salubridad para prevenir infecciones. “Entre mayo y diciembre de 2017, al menos diez niños fallecieron por haber contraído bacterias debido a la insalubridad existente en el Hospital”, se leía en el documento de la CIDH. “En enero y febrero de 2018 fallecieron dos niños –uno de ellos, infante–por difteria y sarampión”.
Un año después, en agosto de 2019, La Comisión amplió las medidas a otros 13 servicios del hospital pediátrico, entre ellos Consulta Externa y Triaje, Pediatría Integral, Neumonología, Cardiología, y Nutrición.
El personal de salud sostuvo al principio que no podían recibir pacientes COVID-19 en esas condiciones. Los padres y madres de niños hospitalizados tenían la misma preocupación. Las fallas persistían en medio de la pandemia, pero la pediatra infectóloga Lisbeth Aurenty insistió en que el personal debía prepararse. “Pensé que en cualquier momento alguno de nuestros pacientes con cáncer o inmunosuprimidos podría llegar con complicaciones”.
Como Coordinadora de la Comisión de Control de Infecciones, la doctora Lisbeth coordinó las capacitaciones sobre bioseguridad. Participaron médicos adjuntos, residentes, enfermeras, radiólogos y otros técnicos. Empezaron en febrero. La dirección entregó 90 equipos de protección individual y la doctora Lisbeth consiguió que una empresa donara visores de protección facial.
Los doctores hablaban de las nuevas “guardias covid”. Diurnas y nocturnas. Todos los médicos adjuntos de infectología agregaron a sus agendas un día para trabajar en el área de aislamiento. Veinticinco residentes de postgrado en especialidades pediátricas, como infectología, endocrinología, neurología, y gastroenterología, cumplían una guardia cada 47 días. Antes de dejar el área de aislamiento debían bañarse.
La unidad de Consulta Externa del hospital cedió su espacio para el triaje respiratorio. Más tarde, Emergencias daría todo su espacio para el Área COVID-19. Un mensaje escrito con marcador azul indicaba que nadie podía pasar. Era un lugar más amplio y contaba con agua corriente, en comparación con otras áreas en las que el agua llegaba de forma intermitente.
Los niños que acudían al hospital con urgencias médicas no respiratorias eran atendidos en el lugar donde funcionó alguna vez la Unidad de Cuidados Intensivos. Estaba cerrada desde el 27 de febrero de 2020 porque no tenía suficientes especialistas, y los equipos básicos, como rayos X, no funcionaban.
Un día antes de que Dylan fuera operado, la doctora Lisbeth recibió una llamada de una colega infectóloga del Hospital Universitario. “Lisbeth, ayúdame. Tengo un niño que se me va a morir aquí”.
El martes que Dylan llegó al Hospital de Niños, los médicos tenían preparada una sala con cuatro camas para pacientes COVID-19. El área de aislamiento todavía era pequeña y no contaba aún con un espacio para la terapia intensiva. Era martes 19 de mayo de 2020.
Dylan fue el primer paciente confirmado de COVID-19 que ingresó al centro pediátrico. Los médicos de guardia en otros servicios tenían miedo y se negaban a recibirlo. Sabían que, además, el bebé no tenía un buen pronóstico. Todos esperaban a la pediatra Luisa García. La doctora, jefa del servicio Medicina 1, se había ofrecido para la «guardia covid» de ese martes. Dylan y Osana esperaban en la ambulancia, mientras la pediatra conducía 11 kilómetros desde su casa hasta el hospital con apenas un cuarto de tanque de gasolina. En Caracas, el combustible escaseaba y los conductores hacían colas desde la madrugada para abastecerse.
La doctora Luisa fue la primera en entrar al Área COVID-19 con un paciente enfermo. «Soy como un conejillo de indias», pensó. El enfermero que la ayudaba estaba a un metro y medio de distancia. La doctora debía gritarle para que él pudiera entender qué necesitaba, porque la mascarilla contenía la potencia de la voz. Cuando la adrenalina bajó y sintió el cansancio, la doctora no sabía dónde sentarse o dormir porque temía contagiarse en un descuido. Pensó en su madre de 80 años. En su hija de 18. Tenía la misma edad que Osana.
Osana miraba a la pediatra con los ojos apagados. Llevaba ropa limpia, pero no se había duchado en cuatro días. El baño de aquella sala era pequeño. Solo tenía un lavamanos y un retrete. Cuando Osana preguntó cómo podía bañarse, la doctora Luisa le entregó dos potes plásticos llenos de agua.
―Doctora, esto no se parece al otro hospital ―dijo Osana.
―No se parece ―admitió la pediatra―. Pero aquí están los médicos que pueden salvar al niño.
Osana observó las cuatro camas vacías a su alrededor.
―Doctora, en el otro hospital tenía mi propio cuarto.
―Todo mejorará y te pasaremos a un lugar mejor.
Osana se quedó en silencio.
―Doctora, no importa lo que digan los otros médicos. Mi hijo sale de esta.
De un tratamiento a otro
Aldo fue el único de la familia que dio positivo en las pruebas PCR. Al principio, no creyó el resultado. No tenía ningún síntoma. Fue hospitalizado en el CDI Cruz Villegas, en Coche. Le contaba a Osana por teléfono que la cura era peor que la enfermedad. Los antirretrovirales que le daban para combatir el nuevo coronavirus eran ladrillos para el estómago. Aldo se sentía pesado y tenía mareos todo el tiempo.
Dylan tomaba 5 mg de cloroquina al día y una combinación de 12 mg diarios de Lopinovir y Ritonavir como tratamiento contra el nuevo Coronavirus, siguiendo el protocolo venezolano para pacientes pediátricos. Los tres fármacos fueron creados para fines distintos, y todavía se estudia su efectividad en la cura de la COVID-19.
El primero es un antimalárico. Los dos últimos son usados para tratar la infección por el virus de inmunodeficiencia humana (VIH). La doctora Lisbeth admite que es difícil confiar en medicinas que fueron diseñadas para tratar otras enfermedades. “No quiero pecar de incrédula; sin embargo espero estudios más profundos para no confiar exclusivamente en mi expectativa”.
Los resultados de la primera prueba PCR aplicada al bebé en el Hospital de Niños llegaron el 31 de mayo. Dylan tenía 12 días en la zona de aislamiento. Dio negativo. Osana preguntó si saldrían pronto del hospital. La doctora Lisbeth le explicó que faltaba un segundo estudio PCR antes de darle el alta, y que el niño tenía otras complicaciones que le preocupaban más que la COVID-19. Su organismo se comportaba como un cuerpo con infección generalizada.
Los médicos insertaron un segundo tubo en el cuerpo del bebé. Colocaron un drenaje de tórax para liberar el pus atrapado en las paredes del pulmón. Aldo escribió al WhatsApp de Osana. Pidió fotos de su hijo para saber cómo estaba. Ella escribió que no se las enviaría porque se pondría a llorar. Dijo que era mejor no verlo en ese momento. Del abdomen del niño salía el catéter para la diálisis y otro tubo sobresalía cerca de sus costillas.
La noche siguiente, Osana sintió que Dylan se movía de un lado a otro en la cama. Se agarraba de las barandas e intentaba ponerse de pie. Osana entreabrió los ojos, vencida por el cansancio. No advirtió que Dylan tenía un agujero en su costado izquierdo. Se había arrancado el tubo del tórax.
El día que insertaron de nuevo el drenaje solo había un enfermero de guardia en el Área COVID-19. La doctora le dijo a Osana que necesitaban su ayuda.
El anestesiólogo sedó a Dylan parcialmente. Dijo que el niño no sentiría dolor, pero estaba consciente. La doctora le dijo a Osana que abrazara a su hijo desde atrás. Le advirtió que debía ser fuerte. La madre juntó los brazos del bebé y los apretó contra el pecho. La doctora expandió el agujero. Separó la piel con las tijeras quirúrgicas. Empujó el tubo hacia los pulmones. El niño peleó para soltarse. Osana lo apretó más. Se sentía como una mala madre al verlo asustado y sin poder dejarle ir. Sentía que estaba en una película de terror. Esa noche, Osana no quiso atender llamadas. Se había cansado de decirle a todos que su hijo estaba mal. Dejó el celular en silencio y abrazó a Dylan hasta que se quedaron dormidos.
Dylan y Osana fueron trasladados a un área del hospital más grande. Emergencias había cedido todo su espacio a la zona de aislamiento. Le asignaron al niño una cama en la pequeña Unidad de Cuidados Intensivos que se habilitó en una de las salas del lugar.
Una enfermedad sin origen conocido
Dylan era el único niño hospitalizado en el área de aislamiento para casos confirmados. Los médicos lo veían y extrañaban los tiempos en que podían jugar con sus pacientes. La doctora Lisbeth acostumbraba cargar a los niños y calmarlos cuando lloraban. El protocolo de atención exigía reducir el contacto solo a lo necesario para las evaluaciones clínicas. Sentía que había una distancia entre paciente y médico que ella no conocía. Sólo podía observar. Miraba las máquinas que hacían todo por ella: medían la saturación de oxígeno, la frecuencia respiratoria, la frecuencia cardíaca, la temperatura.
En una semana el pulmón quedó liberado. 600 mililitros de pus que ya no molestaban para respirar. El niño recuperó el apetito. Dejó de toser y la fiebre era menos frecuente. Los médicos solo temían haber llegado tarde a la falla renal. Las toxinas que viajaban por el cuerpo de Dylan eran una amenaza para su vida.
Piernas, brazos, manos, pies y rostro estaban hinchados. Osana decía que parecía “una pelotica”. El riñón no había recuperado aún la capacidad para filtrar los líquidos. El organismo creó otros espacios para almacenar lo que no podía desechar. El bebé tenía una dieta estricta y no podía beber más de un vaso de agua al día. Se dializaba cada hora.
El infectólogo pediatra Miguelángel Nexans-Navas observó que la piel de Dylan estaba enrojecida. También los labios y la lengua tenían un color rojo intenso. La llamaban “lengua fresa”. En los brazos y las piernas apareció un sarpullido abundante. Las palmas de las manos y las plantas de los pies se descamaban, como si el bebé mudara de piel. Dylan también comenzó a experimentar subidas de tensión repentinas, como consecuencia de la falla renal. El médico pensó que Dylan tenía todos los síntomas del síndrome de Kawasaki.
Se trata de una enfermedad febril aguda, que afecta principalmente a niños menores de 5 años. Su causa es desconocida por la ciencia, pero hay evidencia que sugiere un desencadenante infeccioso. Investigaciones anteriores al brote de COVID-19 relacionaron la enfermedad de Kawasaki con infecciones previas de rinovirus, influenza y las cuatro cepas comunes de coronavirus en los humanos.
Las investigaciones preliminares en Estados Unidos, Italia, Francia y Reino Unido solo sugieren que se han reportado casos de niños infectados con SARS-CoV-2 que han desarrollado la enfermedad. Lo describen como un “kawasaki atípico”, un síndrome inflamatorio multisistémico que agravaba la condición de los pacientes infantiles rápidamente.
Hasta el momento se cree que el síndrome inflamatorio afecta a muy pocos niños con COVID-19. Dylan era uno de esos casos raros. Cuando la enfermedad no se trata a tiempo, produce dilataciones de las arterias coronarias y aneurismas. Puede ser mortal.
Dylan no podía ser tratado en Cardiología. El servicio cerró en diciembre de 2019 por falta de equipos médicos y de personal. Fue la primera especialización en cerrar por tiempo indefinido desde la inauguración del hospital en 1937. Los médicos que una vez trabajaron en la unidad siguen en contacto con sus colegas. Están atentos a lo que pasa en el hospital. La doctora Lisbeth llamó al cardiólogo pediatra Angelo Sparano para pedirle ayuda. El médico dijo que estaría allí sin falta al día siguiente.
En el ecocardiograma encontró líquido acumulado en las paredes del corazón, el cual no le permitía latir con fuerza. Pero el derrame pericárdico era leve y el bebé tampoco tenía aneurismas que pudieran romperse y ocasionar derrames internos. Los médicos actuaron de forma preventiva. Trataron a Dylan con inmunoglobulina por vía intravenosa para evitar la dilatación de los vasos. Le dieron aspirina y antitrombóticos.
La doctora Lisbeth decía a los médicos que el caso de Dylan era un reto para la institución. También “una oportunidad para demostrar la capacidad y la calidad humana que hay en el Hospital de Niños”. La dirección había apoyado la recuperación del pequeño. “Si decíamos: ‘¡Le falta inmunoglobulina!’, a las dos horas ya la teníamos. Creo que eran conscientes de la gravedad de la situación. Es lamentable que solo con este niño tengamos ese éxito. Deberíamos tener recursos para todos los pacientes. Todos merecen un mejor servicio”.
El sueño de Osana
Osana extrañaba a Aldo, pero la soledad no le molestaba. Cuando era niña, se quedaba sola en casa mientras su madre salía a trabajar. Lo que le molestaba era el encierro. No había ventanas para ver la luz del sol. El único aire que sentía era el aire acondicionado. Osana no quería ver el reloj de su celular. Sentía que estaba atrapada en el tiempo. Veía caricaturas con Dylan en YouTube o pasaba las tardes en el timeline de Facebook. Dejó de llorar por las noches. Empezó a comerse los desayunos y almuerzos completos.
Le prometió a Dios que si salvaba la vida de Dylan ella volvería a misa los domingos, cuando acabara la pandemia. Antes de dormir, le pedía a José Gregorio Hernández por la salud de su hijo. Pedía que los médicos no le dieran malas noticias. Una noche, Osana soñó que un hombre moreno vestido de blanco se acercaba a ella. Era raro, pero no sentía miedo al verlo. Aquel hombre le dijo que todo saldría bien.
Los resultados de la segunda prueba PCR de Dylan llegaron el 16 de junio. Era negativo. Ya no tenía COVID-19. Los médicos le dijeron a Osana que solo quedaba concluir las sesiones de diálisis. La madre se dijo a sí misma que su hijo se había salvado. Llamó a Aldo. Darle las buenas noticias era una forma de celebrar.
Las dos pruebas PCR de Osana también arrojaron resultados negativos. Le hicieron pruebas de diagnóstico rápido y los médicos siempre observaban lo mismo en el casete: no había señales de anticuerpos contra el SARS-CoV-2. Para los médicos era un misterio. Vieron al niño toser frente a ella. Sabían que compartían la misma cama. Osana les decía que Dios la había escuchado. “Él quiso que no me enfermera para quedarme con mi hijo y cuidar de él”.
Despedida con globos
Miércoles 1ro de julio de 2020. Aldo esperaba fuera del Área COVID. Tenía en su mano izquierda la boleta de egreso de su hijo y en la derecha la receta de los doctores para los próximos días.
Dos médicos se acercaron al padre del niño. Dijeron que no querían asustarlo, pero el corazón de Dylan todavía estaba inflamado. Le dieron instrucciones. Debía darle aspirina por cinco semanas más. Debía vigilar la tensión alta de su bebé. Debía seguir el tratamiento de los antihipertensivos. El bebé había superado un síndrome inflamatorio multisistémico por COVID-19, pero su organismo no sería el mismo.
Osana y Dylan salieron del aislamiento. Aldo estiró los brazos para cargar a su hijo. Quería darle besos en todas partes. La mascarilla no lo dejaba. Cambió los besos por caricias. Con la frente arrulló las mejillas de su hijo. Tenía miedo de quitarse el tapabocas, aunque fuera un solo instante. Había creído que la COVID-19 era una mentira, porque no conocía a nadie contagiado. Después de que Dylan se enfermó, se había vuelto estricto con las medidas de seguridad. Si veía a un niño por la calle sin protección, se acercaba a los padres para decirles que el bebé corría el riesgo de infectarse. “Lo que vivimos no se lo deseo a nadie”.
El personal del hospital hablaba en voz baja de “la despedida de Dylan”. Algunos médicos preguntaron si el bebé ya se había ido porque querían verlo. Por las ventanas de la improvisada sala de Emergencias, las enfermeras se asomaron hacia el pasillo. Todos querían conocer al bebé que se había salvado.
Los doctores prepararon una salida triunfal con distanciamiento social. Aldo cargó al niño. Osana sostuvo seis globos blancos que el personal le había regalado. Iban al frente de una caravana de médicos que caminaba hacia la salida del Hospital de Niños. La abuela paterna, junto a otros hijos y nietos, desplegó una pancarta de agradecimiento: Gracias al recién beatificado José Gregorio Hernández por escuchar sus oraciones. Gracias a los médicos por su trabajo. “Gracias mil por nuestro gran milagro”.
Una doctora murmuró que debía disfrutar del momento porque despedidas así se veían poco en el hospital. Dylan fue el primer niño que ingresó al centro pediátrico por complicaciones derivadas del nuevo coronavirus.
Al área de Emergencias Respiratorias, detrás del hospital, habían llegado 28 casos sospechosos entre mayo y junio. De los cuatro que resultaron positivo por COVID-19 en pruebas rápidas, solo Dylan había sido confirmado. Y era un caso referido. La doctora se preguntó en voz baja cuántos más podrían llegar. Tienen cupo para 17 pacientes COVIS-19.
Del total de contagios confirmados en Venezuela hasta la segunda semana de julio, 1,4% son niños menores de 9 años.
Dylan y sus padres entraron a la ambulancia que los esperaba fuera del hospital. Los llevaría de vuelta a casa. Dylan miró a las mujeres y hombres en batas blancas, reunidos en la calle para verlo partir. El niño levantó la mano. La agitó de una lado a otro. Dylan les dijo adiós.
Este es un trabajo de Indira Rojas en el marco del proyecto de Prodavinci y el Centro Pulitzer: COVID-19 llega a un país en crisis: Despachos desde Venezuela