El sistema público de salud en Venezuela tiene la obligación de proveer servicios de atención materna de manera gratuita a todas las embarazadas hasta la etapa posnatal según la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela. El discurso público ha hecho alarde por años de la gratuidad de los servicios obstétricos. La realidad es muy distinta a lo establecido en la Constitución y a la retórica. Prodavinci constató que las mujeres deben pagar por los análisis de sangre y los ecosonogramas requeridos durante la gestación. Las embarazadas compran los insumos —desde el gel para los ultrasonidos hasta el bisturí para quitar los puntos de sutura—. Algunas optan por controles mixtos entre hospitales y centros privados, lo que aumenta sus gastos directos. Deben decidir entre satisfacer otras necesidades básicas, como la alimentación, o usar el dinero en su salud obstétrica.
Siete madres venezolanas relatan las limitaciones económicas que les impidieron cubrir exámenes necesarios para diagnosticar riesgo de preeclampsia, infecciones en vías urinarias y proliferación de bacterias en el aparato genital. La detección temprana de estas afecciones disminuye el riesgo de complicaciones durante y después del parto y, con ello, la mortalidad materna.
Según los datos más recientes, publicados por el Fondo de Población de las Naciones Unidas, en Venezuela fallecieron 259 mujeres en 2020 por cada 100.000 nacidos vivos, a causa de complicaciones relacionadas al embarazo y al parto. Esto es la tasa de mortalidad materna del país y supera por 171 puntos porcentuales a la tasa promedio de América Latina y el Caribe.
Las madres también dan cuenta de las condiciones en las cuales se encuentra la infraestructura y el personal de los hospitales a los que acudieron. Las experiencias varían según el periodo y la institución en la que recibieron atención obstétrica.
La Constitución venezolana establece que la salud es un derecho social y es obligación del Estado, por cuanto “promoverá y desarrollará políticas orientadas a elevar la calidad de vida, el bienestar colectivo y el acceso a los servicios” a través del sistema público. Se incluye la asistencia y protección integral de la maternidad “a partir del momento de la concepción, durante el embarazo, el parto y el puerperio”.
Este trabajo es parte del especial La fábula de la salud pública en Venezuela.
Cuando Arie Briceño confirmó que estaba embarazada sintió alegría y miedo. En su cartera cargaba solo 20 dólares. Era 28 de mayo de 2022. Tenía cerca de seis semanas de gestación y ya sentía malestares de estómago y dolores de cabeza recurrentes. El dinero se desvaneció rápido entre cajas de acetaminofén y comida. Se preguntó cómo podría pagar su atención obstétrica durante 9 meses.
Arie tenía 30 años y sería madre soltera. Ganaba en promedio 60 dólares mensuales como maquilladora y esteticista, y sus ingresos dependían del número de clientes.
No quería controlar su embarazo en una institución pública. Visitó a un ginecobstetra privado hasta que sus finanzas no aguantaron el precio de la consulta al comienzo del tercer trimestre. Entonces acudió a la Maternidad Concepción Palacios, al oeste de Caracas. Es el hospital materno infantil más grande de la capital y está a dos cuadras de su casa, pero ir a la primera cita prenatal no fue una decisión fácil.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos otorgó en febrero de 2019 medidas cautelares dirigidas al hospital porque se reportaban muertes maternas por infecciones, complicaciones relacionadas a la hipertensión arterial y por hemorragias.
Arie gastó $583,48 durante el embarazo, el parto y el postparto.
Es el equivalente al 122% de los ingresos generados entre el embarazo y el postparto. Cubrió el excedente con sus ahorros y la ayuda de su familia y amigas.
Arie gastó el equivalente al 58,3% de los ingresos generados entre el embarazo y el postparto solo en servicios e insumos que debía cubrir el sistema público.
El embarazo
Arie usó el 10% de sus ahorros para pagar la primera consulta prenatal privada. Tenía siete meses de embarazo. Una amiga insistió en acompañarla y pagó el taxi hasta la clínica, al noreste de Caracas, en una parroquia que concentra servicios privados de salud. Cuando cumplió las 11 semanas de gestación, Arie se hizo un perfil prenatal. Incluyó análisis de hemoglobina, glucosa, urea, creatinina y ácido úrico, y pruebas para detectar el virus de la inmunodeficiencia humana y sífilis. Pagó 18 dólares por un examen que debió ser gratuito.
Desde 2018 se ha reportado la falta de insumos y de reactivos en el laboratorio de la Maternidad Concepción Palacios. Debido a la falta de bioanalistas hay turnos en los que el servicio no está operativo.
Uno de los análisis más costosos durante el embarazo fue el cultivo de orina. Además, su médico lo pidió en dos ocasiones. Debía confirmar que Arie no tenía una infección en el tracto urinario que comprometiera su salud y la del bebé.
En los exámenes de sangre, los valores de hemoglobina alarmaron al especialista. Las mujeres deben tener entre 12 y 16 gramos por decilitro de esta proteína en la sangre para garantizar glóbulos rojos sanos que transporten oxígeno a los tejidos. El análisis de Arie mostraba 10,1. El médico duplicó la dosis del suplemento de hierro y le aconsejó mantener una dieta variada. Arie invirtió la mayor parte de sus ahorros en mercados semanales para sus tres comidas diarias.
Cuando cumplió las quince semanas de gestación, Arie revisó sus ahorros y de los 300 dólares que tenía en mayo de 2022 le quedaban 30. Solo podía pagar una consulta privada. Antes de llegar al término del embarazo debía asistir, al menos, a seis visitas más.
Arie acudió al sistema público. Fue por primera vez a la Maternidad Concepción Palacios a principios de agosto de 2022. En la recepción del Anexo Negra Hipólita, un trozo de cartón mostraba la lista de lo que toda futura mamá debía traer: una carpeta con gancho y hojas blancas para elaborar el expediente, el perfil prenatal del laboratorio clínico y un eco. Ya había gastado 78 dólares en atención obstétrica y aproximadamente 26 dólares en multivitamínicos, suplementos de calcio con hierro y varias cajas de ácido fólico.
A diferencia de las citas privadas, la consulta prenatal en la Maternidad no incluyó el eco de rutina. Debía pedir una cita aparte y no podían agendarla para la misma semana porque el número de embarazadas saturaba el servicio. Arie se sintió decepcionada. Era la primera vez que salía de una consulta sin ver ni escuchar a su bebé. Trece días después regresó a la clínica privada. El 16 de agosto de 2022 supo que tendría una niña: Ámbar.
Volvió a la Maternidad para hacerse el eco morfológico del segundo trimestre. En el hospital le hablaron sobre el esquema de vacunación para embarazadas, pero solo le colocaron el toxoide tetánico diftérico. No se vacunó contra la influenza. Tampoco tenían dosis para adultos contra la hepatitis B, ni ahí ni en los centros públicos pequeños de los alrededores. En una clínica privada le pidieron $80 para ponérsela.
Cuando el segundo trimestre del embarazo llegaba a su fin, Arie comenzó a pensar en el momento del parto. Preguntó a su médico el valor estimado de una cesárea o de un parto natural en la clínica privada.
―Solo mis honorarios serían unos 1.800 dólares.
―Yo no puedo pagar eso.
―También trabajo en la Maternidad Concepción Palacios. Podemos atender el parto allí.
Arie sintió que todo encajaba y decidió confiar en su médico.
Arie trabajó hasta el final del embarazo, sentada por horas y con presión sobre el vientre, pero recibía una o dos clientas a la semana. No podía permitirse gastos adicionales a la comida. Agendó las consultas prenatales del tercer trimestre en la Maternidad Concepción Palacios.
Uno de los médicos residentes del hospital le pidió hacerse el cultivo de secreción vaginal y escribió el nombre de la prueba en un pedazo de papel usado. Arie lo guardó en el cuaderno que siempre llevaba consigo, pero nunca se realizó el examen. Cuando preguntó por los precios, le dijeron que tomar la muestra y procesarla podría costarle entre 18 y 30 dólares.
Una tarde, Arie abrió el clóset de su cuarto y vio solo cinco paquetes de pañales y dos paquetes de toallitas húmedas. Era todo lo que había podido comprar para recibir a su bebé. Su familia y amigas colaboraron con ropa, cobijas, cuna, coche. Hasta una bañera.
Cumplió las 30 semanas de gestación y no le quedaban suplementos de ácido fólico ni calcio. Escuchó que en el hospital los entregaban de forma gratuita y por primera vez los pidió en una consulta. Necesitaba ver a su ginecobstetra privado para planificar el parto y una de sus amigas se ofreció a pagar la visita. En diciembre, Arie ya tenía una fecha: 18 de enero de 2023. Sería una cesárea. La bebé estaba en posición podálica: sentada.
El alumbramiento
39 semanas de embarazo. Miércoles 18 de enero de 2023, día de la cesárea. Arie guardó en un bolso ropa para ella y para Ámbar, una caja de antibióticos, otra de analgésicos, supositorios antiinflamatorios y una ampolla de efedrina. Su ginecobstetra recetó los medicamentos dos semanas antes y le advirtió que debía tenerlos a mano.
En la Maternidad se acercó a una joven que parecía trabajar allí y esta la condujo a un cubículo en el que se encontraban los residentes. “Muchachos, esta es la paciente que estábamos esperando”. Cuando llegó la hora de colocarse la bata quirúrgica, los médicos se dieron cuenta de que no tenían una para Arie. “Yo tengo una, toma la mía”, dijo una doctora. Le dio también un par de cubrebotas que, al mirarlos de cerca, parecían hechos de manera improvisada con mangas de la misma tela. Imaginó que los especialistas y los residentes debían resolver con lo que tenían a mano.
En el pabellón la recibió el anestesiólogo. El especialista explicó paso a paso lo que sucedería con el cuerpo antes de adormecerse: sensación de calor en las piernas, hormigueos y ganas de vomitar. Al ingresar al organismo, la anestesia bajaría de manera brusca la tensión arterial y crearía una hipotensión severa.
Para contrarrestar este efecto se utiliza la efedrina. Arie recordó que la ampolla estaba en su bolso. Su hermana, que lo cuidaba con celo, sentada frente a las puertas del hospital, recibió una llamada de un número desconocido. “¡Traiga la efedrina a la entrada de Emergencias, por favor. Le habla la enfermera!”.
Arie sintió jalones en el abdomen. No dolían, pero le resultaban incómodos y extraños. Cuando pararon, vio que el doctor sostenía a Ámbar. El médico se la mostró. Le dijo que era una bebé sana y la entregó a las enfermeras. Él cerraba la herida, ellas limpiaban a la niña. Arie sostuvo a su hija por primera vez en la sala de recuperación.
La hermana de Arie pasó las mañanas y las tardes en el hospital. Durante tres días ayudó a la primeriza a pararse y caminar, y recibió las comidas que la familia llevaba a la entrada del anexo. La Maternidad repartió comida solo una vez mientras estuvo hospitalizada. El viernes, antes de recibir el alta, una camarera le ofreció una arepa con una rodaja de mortadela.
Arie regresó a la Maternidad trece días después de la cesárea para remover los puntos de sutura. La rechazaron al llegar, diciendo que allí no podían hacer el procedimiento. Su hermana la ayudó a caminar hasta el Centro Diagnóstico Integral María del Mar Álvarez, detrás del hospital. Aceptaron quitarle los puntos, pero tuvo que comprar el bisturí y los guantes para el médico.
Comenzó a trabajar como administradora en una carpintería industrial cuando Ámbar cumplió dos meses. Cobraba 200 dólares mensuales e invertía el 75% en el alquiler de un apartamento. Arie sabía que el salario no era ideal, pero era mejor que no tener un ingreso fijo. Era la primera vez que se sentía atada. No pudo pagar la consulta privada de postparto hasta mayo de 2023: cuatro meses después de la cesárea.
Con el apoyo de Pulitze Center
Créditos:
Dirección general: Ángel Alayón y Oscar Marcano.
Jefatura de diseño: John Fuentes.
Texto: Indira Rojas y Mariengracia Chirinos.
Edición: Ángel Alayón, Oscar Marcano, Luisa Salomón, Ricardo Barbar y Salvador Benasayag.
Concepto gráfico, desarrollo y montaje: John Fuentes.
Infografías e Intervención de imágenes (collages): Franklin Durán.
Investigación y cálculos: Indira Rojas, Mariengracia Chirinos y Salvador Benasayag.
Fotografías: Ernesto Costante | RMTF.
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