El refugio de Ramón

195
El profesor Oviedo se sienta en una silla frente al computador y empieza a realizar la planificación de las guías que enviará a sus 250 estudiantes del Instituto San José Obrero. Foto: cortesía.

Ejercer la docencia en Venezuela pasa por transitar la cornisa entre la satisfacción personal y el hambre que le “quema la cabeza al maestro”. Algunos deciden emigrar, dedicarse a hacer otros oficios, y hay quienes se forjan su propio refugio a base de planificar guías que les envían a sus estudiantes en tiempos de COVID-19.

Cuando llamé al profesor Ramón para fijar la hora de la entrevista vía telefónica a las 7:00 de la noche del viernes, con la gentileza que emite su tono de voz me preguntó si era posible aplazarla hasta el sábado en la mañana, debido a que en las noches su hija de dos años utiliza su teléfono para distraerse con las lucecitas de la pantalla; no hay comiquitas que ver en la tele por la salida de DirecTV. Te ruego que me perdones pequeña, no me extenderé mucho.

Ramón Oviedo es maestro de inglés en el Instituto San José Obrero que queda en la populosa parroquia Antímano de Caracas, a siete minutos de su casa. Antes de la cuarentena, se levantaba a las 5:40 de la mañana, comía un cachito de pan con una lonja de queso cortada tan fina que dejaría boquiabierto a un trabajador de la seda oriental (hay que rendirlo), y se iba los lunes y miércoles a dar clases allí.

Dice que se dio cuenta que quería dedicar su vida a enseñar inglés cuando aún era estudiante universitario en la Universidad Católica Andrés Bello. Matriculado en la Escuela de Letras, aprovechaba cuando tenía una clase que le obligaba a trasladarse de un piso a otro, ponía su oreja en las puertas y cuando identificaba el acento anglosajón, se quedaba embelesado escuchando al maestro.

El profesor, cuando observó a Oviedo en esas andanzas, le hizo señas por la ventanilla de la puerta para que entrara, pero con la pena juvenil no puede nadie y Ramón diría que no, aunque se fue a casa con una respuesta en su cabeza del tamaño del pizarrón, su pasión tenía nombre y apellido: inglés.

Y así como llegó el flechazo por este idioma, a Ramón también le tocó experimentar las mieles del amor en su juventud. Una muchacha de ojos almendrados tocó en lo más profundo de sus entrañas. Se casó a los 19 años y tuvo su primera hija a los 22.

En ese momento decidió paralizar la carrera, se dedicó a trabajar. Luego de siete años retomó los estudios. Allí otra vez le hizo cara a los pronombres personales, el I, you, she, he… El verbo To have, el verbo To be; Ramón volvió a ser, volvió a encontrarse con su propósito en este mundo que es enseñar, y si es inglés, pues, mejor.

El profe Oviedo dice con orgullo que se graduó en 2008 de maestro en el Instituto Pedagógico de Caracas y no deja de mencionar una experiencia que tuvo en la escuela Fe y Alegría Celestino Álvarez, ubicada en lo alto de La Vega, otra populosa parroquia de Caracas.

Oviedo tiene 11 años de experiencia dando clases, dice que nació para esto. Foto: cortesía.

Participó como voluntario tres años, desde 2001 hasta 2004, en el Instituto Radiofónico Fe y Alegría (IRFA). “Di clases de inglés y de castellano. Colaboré mucho con física y química, a pesar de que no soy del área. Cuando faltaban los colaboradores, me pedían el favor los propios estudiantes”, recuerda Ramón.

A sus 39 años sabe que para medio comer en casa lo que paga un solo empleo no es suficiente. Es por ello que buscó a la par otro trabajo en una institución del Estado, la Unidad Educativa Simón Bolívar, en Carapita.

¿Cuánto gana, profe?

Llegó el momento de preguntarle cuánto gana. Hace una pausa, toma aire y empieza a sacar cuentas. “Mi sueldo base en el Instituto San José Obrero es 1 millón 98 mil bolívares, más lo que gano en el otro trabajo que son 863 mil bolívares. Casi llego a los dos millones mensuales”, calcula.

Con ese dinero compra lo que más haga falta en la casa, 200 mil bolívares de queso, un kilo de azúcar, un kilo de arroz, una mantequilla y un kilo de cambur. Le quedarían aproximadamente 15 mil bolívares en la cuenta.

Ambos quedamos en silencio. El maestro sabe que la conversación ha caído en un bache y rompe el hielo diciendo, “gracias a mis tres hijos gano un bono de compensación de 100 mil bolívares por cada uno. Eso es lo que me repite casi todos los días el administrador, ‘tú ganas un poquito más es por tus hijos’”, ironiza el profe.

Pasamos el trago amargo y sigo escarbando: “¿cuándo fue la última vez que con su sueldo pudo comprarse una camisa o un par de zapatos?”, le pregunto, hace una segunda pausa y trata de evocar ese día. Realmente se esfuerza. Al final me dice que no logra recordar, pero asegura que depende de un amigo que le obsequia prendas de vestir en buen estado que ya no utiliza. “Pásate por la casa y yo te la facilito, me dice. No sufro de ese complejo”, me cuenta el maestro.

Ramón es parte de ese 40% de los venezolanos que aseguran recibir dinero de sus parientes en el exterior de forma irregular.

Su hermana les manda “algo” y con eso compra un poco más de comida para sus hijos: una de 17 años, otro de 13 y una nena de apenas dos años de edad.

“Mis niños tienen rato que no saben lo que es comprarse una ropa nueva. Su tía a veces manda algo para abastecernos con algunos alimentos y lo que sobra, lo invertimos en sus uniformes de la escuela y bolsos de malla”, relata.

Cuando le increpo sobre las dificultades que ha tenido que enfrentar durante los últimos años como maestro, no pensó mucho. Su respuesta fue casi inmediata:

“Se me viene a la mente la parte monetaria, la económica, porque creo que eso es lo que nos está afectando a todos los maestros (…) pero también requiere uno como ser humano satisfacer otras necesidades. El disfrute se nos hace complicado, hasta compartir en un parque es difícil porque hay que llevar algo para comer allá”, relata con un contagioso desgano el profe Oviedo.

En medio del ahogo, defiende sus derechos establecidos en la Constitución que hoy no se cumplen. “Las personas deben tener un salario que les permita comprar una vivienda, por ejemplo”, dice con estallido.

Cuenta que la casita en la que vive con su amada, sus tres hijos y una perrita, es de un familiar de su esposa. “Cuando nos dieron la posibilidad de quedarnos en esta casa, nos dijeron ‘cuando consigan para donde irse, lo hacen y no ha pasado nada, nos avisan’. Ya vamos a cumplir 20 años aquí y no hemos logrado esa independencia. Tanto trabajar y no tengo na’, como dice la canción”, hace memoria de la tonada del maestro Billos.

Creyente en su familia

Al principio de esta plática le había pedido al profesor que por favor se presentara, y con el frenesí de los que no se rinden nunca me dijo, “¡Ramón Oviedo, 39 años, docente con más de 11 años de experiencia, graduado en 2008 en el Instituto Pedagógico de Caracas, mención inglés (…) Una persona creyente en su familia!”.

Las crecientes dificultades de Venezuela que nadie se ocupó de curar en el pasado, y que ahora se van acumulando otras nuevas como piezas de Lego, hacen presión en nuestros seres más queridos que algunas veces llegan al nivel de sermonearnos, pero en el fondo se preocupan por nuestro bienestar físico y mental. Te encaran con un “te graduaste y ahora sigues estudiando, te acuestas tarde revisando cosas, de paso trabajas los fines de semana ¿y todo ese esfuerzo para qué?». Esto me confiesa que le ha pasado a nuestro profe Oviedo, como a otros tantos, incluso a mí, o a ti que me lees, pero la respuesta podría ser la misma para todos, “lo hago porque encuentro satisfacción, me gusta”.

Pero esas voces se quedan en la mente, retumban como tambores de cuero, a lo que el profe Oviedo ha encontrado una solución, un refugio impenetrable. Se dirige hasta la sala de su hogar, se sienta en una silla frente al computador y empieza a realizar la planificación de las guías que enviará a sus 250 estudiantes del Instituto San José Obrero.

Dice que a los muchachos del barrio hay que atenderlos, hay que seguirlos apoyando porque merecen a una persona que le guste dar clases.

“¿Por qué negarles la educación, porque todo el mundo se está yendo de la docencia? Yo estudié para ser maestro. Si nosotros no ofrecemos orientación, ¿quién lo va a hacer? Somos el muro de contención para resistir esta coyuntura. No podemos permitir que muera la educación, necesitamos mantener arraigada la enseñanza”.

Sus palabras son una inyección de adrenalina en mi corazón y por alguna razón se convierten en agua tibia que me calma. Yo también he encontrado un refugio, profesor.

Vivir de la educación en el país de las dificultades puede ser narrado desde la poesía, con sus momentos de oscurana y de luz, como la vida misma. Entiendo que los profesores contemplan la realidad del hoy con dolor, pero siempre, siempre, dejan ver en el fondo un especial optimismo, porque están seducidos por lo que hacen y se proponen fomentar el conocimiento en otras personas a pesar de todo.