¿Esto es la paz?

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Mientras caminaba por la calle hacia una parada de autobús, pasé al lado de un mural improvisado, de esos que los candidatos políticos pintan y luego olvidan borrar, que decía «Constituyente = Paz».

No pude evitar dejar escapar una risa irónica mientras apuraba el paso. En ese momento, pasaba a mi lado un autobús con rumbo al terminal de pasajeros que viajaba atiborrado de gente. La frase pintada en el mural se quedó en mi cabeza.

Media hora más tarde me encontraba en la fila de autobuses con destino a la ciudad de Maracay. Había alrededor de 30 personas, entre las que se encontraban dos jóvenes universitarias que llevaban dos horas esperando: «salió otro, pero preferimos el ejecutivo, es más seguro», explicó una de ellas. Una señora detrás le dio la razón, «con la cantidad de cuentos de robos en estos autobuses, uno nunca está tranquilo», dijo. «¡Paz!» gritó en silencio mi cerebro.

Por suerte para las estudiantes, el siguiente bus fue precisamente un ejecutivo. Después de llenar la lista y revisar nuestros equipajes con un detector de metales, subimos e iniciamos el viaje. Todo iba saliendo con normalidad hasta que un grupo de funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana detuvo el autobús en el peaje de Villa de Cura. Uno de ellos subió al autobús y empezó a pedir nuestras cédulas y revisar nuestros bolsos.

«Chamo, ¿tu estuviste preso alguna vez?», preguntó el funcionario con desinterés mientras le pedía a un señor algo mayor que se bajara del vehículo. «Todo sea por la paz», pensaba yo mientras veía al hombre avergonzado bajar del bus, con las miradas acusadoras de los pasajeros siguiéndole fijamente. Todavía al día de hoy me pregunto si era necesario para nuestra seguridad y dignidad del hombre hacerle esa pregunta en voz alta frente a todos.

A mi no me bajaron, apenas me miraron, lo que sea que buscaban definitivamente no estaba entre mi montón de papeles de la universidad. Al fin el guardia se retiró, dejó subir a las cuatro personas que había hecho bajar y reanudamos la marcha. Noté que el hombre al que hicieron la amable pregunta no despegó su cara del cristal de la ventana durante la hora de viaje siguiente.

Ya en Maracay, me tocaba abordar un microbus hasta el sector El Limón, que sería mi destino definitivo en esa ciudad. «¡Pagas al subir chamo!», me gritó un colector visiblemente malhumorado mientras abordaba la unidad. Me disculpé alcanzándole cinco billetes de 100 bolívares, al mismo tiempo que le decía a otra persona «¡de 50 no, señora!». «Esto es paz», me recordaba mi mente mientras analizaba el rostro de indignación de la mujer que intentaba completar el pasaje con billetes de 100.

En ese momento se armó un número de baile entre el mismo colector y una adulta mayor que intentaba subir al vehículo con un pan canilla colgando de su mano dentro de una bolsa plástica. La señora, según lo que alcancé a escuchar, intentaba llegar hasta el conductor para pedirle que le diera la cola. El chofer parecía no haberse dado cuenta concentrado en la pantalla de su teléfono y el amigable colector repetía «no, no… Pasaje o no te montas». «A los mayores no se les tutea», me gritó la voz de mi mamá desde el infinito de mi subconciente.

«Déjala subir brother, cóbrate aquí», grité indignado mientras le alcanzaba otros cinco billetes de 100 al colector «gorila» (así es como llaman a los porteros de las discotecas, mosca que no quiero ofender a nadie). El tipo visiblemente irritado dejó subir a la señora. No entiendo por qué se molestó, si el dinero del pasaje es lo que importa, ¿no? «¡Paz!» volvió a gritar mi cabeza. Ya empezaba a ser fastidiosa.

«¡Te vas a morir de hambre por 100 bolívares!», exclamó otro don detrás de mi cuando ni siquiera terminaba de sentarse la doña, «pero bueno, cuánta paz en este autobús». Otra ciudadana, más joven, le alcanzaba el billete de cien al gorilón, que parecía un vengador de la tarifa.

Quizás con razón, pensé, cuando le pregunté al conductor más tarde y me contó que había invertido mil 600 dólares en rehabilitar su vehículo, que se había accidentado hacía poco. «Por supuesto, esto es paz», decía mi mente mientras le daba vueltas a la cantidad de peripecias que hay que hacer para pagar en dólares en un país cuya economía se basa en el despreciado bolívar.

Al final llegué a mi destino e hice mis trámites como debería ser. Gracias a Dios, en ese momento no hubo ningún contratiempo. Subí al bus y escuché a dos personas conversando. La más joven le decía a la de más edad que estaba sola en la casa «por ahora, haciendo las cosas que hacía mi papá antes. Usted sabe, el gas, la luz, el agua… En cualquier momento me mandan a buscar».

Mi bendita mala costumbre de periodista me obligó a fijarme en la bolsa transparente que llevaba la muchacha en las manos: un título de bachiller con sus estampillas y un fondo negro. Al parecer, arreglaba sus papeles para irse del país en cualquier momento. Otra vez mi cabezota fastidiosa me recordó lo que era la paz, ver partir a tu familia y quedarte cuidando la casa, esperando a tener todo listo para que te saquen también a ti, porque «es que ya no se puede vivir aquí».

Llegué nuevamente al terminal, a formarme en una nueva fila para abordar un transporte de regreso a mi ciudad de residencia. Al subir, me encontré, por pura casualidad, con el señor que esa misma mañana había sido confrontado por el guardia nacional «por parecer un preso». Su gorra azul celeste y su bolso de viaje fucsia lo hacían inconfundible. Le hice saber que le había reconocido y me saludó, diciendo que también me recordaba.

En seguida le dije que me había parecido inapropiado el tejemaneje que armó el funcionario de seguridad en público, que me pareció vergonzoso. El hombre bajó la mirada y dejó salir su frustración, abriendo su bolso para dejarme ver un montón de herramientas y una botella de agua. Al parecer, el «supuesto preso» simplemente estaba matando tigres haciendo trabajos en una construcción en la ciudad aragüeña, por lo que viajaba todos los días.

No hubo más conversación, supongo que ambos estábamos cansados de los trajines. Pasé el resto del viaje escuchando música y mirando por la ventana. Al llegar a la ciudad, me subí en otro bus hasta el centro de San Juan de los Morros en el que la gente colgaba de las puertas. Una vez más, pasé al lado del mural que decía «Constituyente = Paz»… De nuevo, sentí la paz, más parecida a la angustia, a la indignación, a la frustración, a la impotencia y a la soledad que a la misma paz… Para nuestros dirigentes, al parecer, eso es la paz.