#GüiriaDuele: En la otra orilla

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Güiria
Ilustración: Miguel Rodríguez Drescher / Efecto Cocuyo

Cada joven o adulto en Güiria se pone en contacto con alguien antes de zarpar hacia Trinidad y Tobago. “Tener a alguien que te reciba es prácticamente un requisito para poder venirse”, dice uno de los güireños que vive en la isla, esa que se muestra como un respiro en la asfixiante vida de los sucrenses.

Alberto* es uno de ellos. Un amigo lo iba a recibir en San Juan, al sur de Puerto España y la principal región por donde ingresan los venezolanos a Trinidad, así que zarpó en un peñero desde la costa de Güiria con sus tres hijos: dos niños y una niña. Estuvo unos meses con él y después logró alquilar un pequeño apartamento justo al lado.

Era un espacio de unos 50 metros cuadrados con una habitación y un baño. Ese lugar se convirtió en el asilo de varios güireños, sobre todo cuando la pandemia de la covid-19 empezó a golpear en marzo de 2020 a esa pequeña isla donde viven más de 24.000 migrantes venezolanos, según la Plataforma de Coordinación para Refugiados y Migrantes de Venezuela.  

—Me llamaban y me preguntaban si se podían quedar conmigo y yo les decía que sí –cuenta el joven de 29 años.

Así se encontró viviendo en el pequeño apartamento con 10 personas más. Ese empezó a ser el albergue de niños y adultos que llegaban desde Güiria. Como no tenía suficiente espacio, Alberto decidió enviar a su hija con su madre, que también está en Trinidad.

—En el cuarto dormíamos seis: una muchacha con su hijo y su pareja, mis dos niños y yo. Los demás dormían afuera en la sala. Todos usábamos colchones.

Él era popular en el pueblo y eso le valió la fama de su pequeño refugio en Trinidad. Bajo su techo vivían jóvenes que habían sido echados por sus arrendadores, que no encontraban trabajo e, incluso, aquellos que se metían en problemas.

—Cuando me enteraba que alguno lo requería, yo mismo era quien les decía que se vinieran a vivir conmigo.

Cada día, dos de los miembros se turnaban para preparar la comida. El pago del alquiler de los 3.000 dólares trinitarios conocidos como “tt” –unos 450 dólares estadounidenses– era dividido en partes iguales. 

—Si uno no podía pagar los demás lo ayudábamos –dice Alberto. 

Con la compra de la comida ocurría lo mismo. Un esquema que se repite en la mayoría de las casas compartidas por güireños residenciados en Trinidad y donde el sueldo promedio que recibe un venezolano al mes es de unos 400 dólares estadounidenses. La forma de subsistir y que quede algo es juntarse con otros.

Para usar el baño hacían fila. 

—Cuando alguien estaba apurado se le concedía el espacio –comenta Alberto entre risas.

Después de que la pandemia tocó suelo trinitario las peticiones de asilo en el albergue improvisado aumentaron. En esos días recibió a siete personas.  

A pesar de su baja estatura (no sobrepasa el metro sesenta centímetros), Alberto se crece al apoyar a sus amistades –como él les llama– por encima de su propia comodidad.

—Como yo trabajaba y luego me llevaba a mis niños a jugar fútbol no me importaba ni el espacio ni la privacidad.

Dos cosas de las que carecía en ese apartamento convertido en refugio que sólo duró unos seis meses. El dueño del lugar no estaba de acuerdo con que estuvieran tantos compartiendo su propiedad y el contrato que Alberto había firmado era para alojar, como máximo, a cuatro personas.

—Primero me subió la renta por haber metido gente demás. Hasta que al final nos botaron a todos de ahí porque éramos muchos –lamenta.

La entrada de migrantes ha impulsado el crecimiento del sector inmobiliario trinitario, apartamentos y casas para la renta que antes de 2017 permanecían vacías, ahora están alquiladas por venezolanos. Aunque no todos los caseros permiten que sobrepasen la capacidad de sus inmuebles o haya hacinamiento. 

Al disolverse el refugio sus integrantes tomaron rumbos diferentes y Alberto, junto a sus dos hijos y un amigo, encontraron una habitación en otra casa de San Juan.

—Es mejor que la anterior. Es una casa que tiene tres cuartos, la sala es grande y los niños pueden jugar.

Acá también tiene más privacidad y, aunque intente disimularlo, el matiz en su voz refleja que lo agradece. 

—Ahora tengo un cuarto grande solo para mí, mis hijos y el otro chamo –expresa alegre.

Las otras dos habitaciones de la vivienda son compartidas con varios de sus coterráneos. En un cuarto vive una pareja que conocen de Güiria. En el otro están otros dos jóvenes del pueblo. En total residen allí 8 güireños. Cada uno aporta dinero para pagar la totalidad del alquiler, 5.500 tt –810 dólares estadounidenses–. Por ahora, él no tiene las posibilidades de convertir ese lugar en un nuevo refugio.

—Me sigue contactando gente que está aquí y las que están todavía en Güiria, pero como ahorita no estoy ganando mucho les digo que no puedo porque no tendré como pagarles la renta –lamenta.

Alberto trabaja en lo que le ofrecen a diario. A veces encuentra alguna oportunidad en una construcción y la toma de inmediato. Esa es el área donde los migrantes indocumentados en Trinidad encuentran trabajo más rápido y mejores remuneraciones.

Ilustración: Miguel Rodríguez Drescher / Efecto Cocuyo

***

—Me da miedo salir sola a buscar trabajo –explica Ana*, una güireña de 18 años que llegó a Trinidad y Tobago hace tres meses.

Ella es de piel oscura y bastante menuda para su edad. Salió hacia Chaguaramas, región del noroeste de Trinidad, junto a sus sobrinos de 3 y 1 año a medianoche desde la costa de Macuro, otro pueblo del municipio Valdez del estado Sucre. Iba a encontrarse con su hermanastra, que reside en la isla hace dos años. 

—A ella no le da tiempo de esperarme porque trabaja de seis a seis. Y cuando yo estaba en Venezuela escuché muchos comentarios de muchachas que los “trinis” mataban. Por eso me da miedo salir y que me lleven a un lugar que no conozco –confiesa.

Cuando llegó, una vez sus pies tocaron la playa trinitaria, se subió a un vehículo con sus sobrinos y en compañía del capitán del bote, quien los llevó hasta la casa de su hermanastra en algún lugar de la localidad de Carenage.

Su familiar la recibió a ella y a los niños con alegría. Ana estaba exhausta. Tenía los brazos y la espalda adolorida. No sólo la fatigó el viaje, sino el miedo de que pudiera ocurrirle algo a ella y a los niños.

Luego del cálido recibimiento se acostó en uno de los colchones que su hermanastra dispuso para ella, porque a las personas de Güiria que están en Trinidad les resulta difícil comprar una cama. 19 de los 24 güireños entrevistados duermen en colchones.

Esa madrugada ella sólo durmió un par de horas. En cuanto salió el sol el propietario de la casa les ordenó que se fueran.

—Según, porque el señor no sabía que yo venía con los niños. Por eso nos sacó.

Los cuatro quedaron desvalidos, pero de inmediato la hermanastra buscó ayuda con uno de sus primos. 

—Y él le dijo que nos viniéramos para acá, que aquí íbamos a estar bien –narra.  

La nueva casa también queda en Carenage y es un espacio pequeño de madera que tiene solo dos habitaciones. Ahí viven ahora ocho personas. En el primer cuarto están dispuestos dos colchones. Ana duerme con su pareja en uno y, en el otro, descansan dos hombres. El cuarto de al lado está reservado con un colchón para su hermanastra, la pareja de ésta y los niños.

Desde que llegó no ha encontrado trabajo. Por ahora se encarga de preparar el desayuno a su novio para que se lo lleve al trabajo en Puerto España, a unos 20 kilómetros, y también cocina para los demás.

—Conseguir trabajo aquí está difícil. Los que hay son muy forzosos, es cargar cajas en alguna tienda de los chinos, y yo no puedo hacerlo porque estoy operada de la columna.

Una escoliosis dorsolumbar de 45 grados le fue diagnosticada a los 12 años. A los 13 la operaron en Caracas.

En Trinidad muchas mujeres venezolanas trabajan en limpiezas de casas, haciendo tareas de servicio doméstico por las que cobran 17,5 tt la hora –2,5 dólares estadounidenses– y suelen hacer jornadas de medios tiempo por lo que el salario promedio por estas labores es de 10 dólares estadounidenses por día, unos 200 dólares al mes. Pero con la pandemia la oferta de empleo de este tipo ha disminuido. 

Mejores salarios obtienen las mujeres migrantes que trabajan como empaquetadoras en fábricas, pues hacen jornadas de 8 horas de trabajo por día y pueden alcanzar ingresos entre 400 y 420 dólares mensuales. 

Ana se queda sola en casa todo el día. Su rutina inicia a las cinco de la mañana, cuando se levanta a cocinar para su pareja. 

—Luego me vuelvo a acostar. Al mediodía hago el almuerzo para todos, a veces preparo hasta dos kilos de arroz, y en la tarde me voy a casa de una amiga que vive cerca.

La comida la compra su hermanastra y los cuatro hombres que viven ahí. A veces le dan dinero y ella sale al supermercado, toma lo que necesite de los anaqueles, lo paga, da las gracias y sale de vuelta a casa.

—No hablo con nadie porque no entiendo el idioma. Sólo digo gracias. Los precios de las cosas están visibles y yo me sé los números en inglés hasta el 20, así que ahí la llevo.

Lo poco que sabe de inglés lo aprendió mientras estudiaba en uno de los colegios privados de Güiria.

—Si necesito hablar con alguien le pido prestado su teléfono móvil y uso el traductor. El otro día que fui a la farmacia y me tocaba hablar le dije a la farmaceuta que no comprendía nada y ella me prestó su teléfono inteligente para traducir.

A veces se arma de valor y sale a buscar empleo cuando tiene dinero para pagar el pasaje. 

—Pero hay días en que no tengo nada –dice Ana. 

Ilustración: Miguel Rodríguez Drescher / Efecto Cocuyo

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Pedro* vive con un amigo en San Fernando, Trinidad, en un conteiner habilitado para ser una oficina. Tiene 46 años. “Hemos caminado pa’ arriba y pa’ abajo en toda Trinidad buscando trabajo”, dice a modo de chiste como es típico entre las personas de Güiria cuyo sentido del humor es conocido en Sucre.

—Empecé a trabajar en una construcción en diciembre de 2020. En la compañía hay un lugar para que los trabajadores duerman, pero tuve un problema con el supervisor y me fui de ahí. Entonces, el dueño de otra compañía nos prestó este conteiner para vivir.

El espacio tiene puertas y ventanas, aire acondicionado, revestimiento de cerámica en el piso y un baño. Él y su amigo duermen en colchones “en el suelo como perros mismos”, dice antes de soltar una carcajada. 

Hace poco más de dos años que “subió a la isla” para trabajar. Antes de adentrarse en las Bocas del Dragón, el peligroso estrecho que separa a Trinidad del Golfo de Paria, se puso en contacto con un amigo que ya había hecho el viaje. Sin embargo, en Chaguaramas fue detenido por las autoridades.

—Saliendo de Chaguaramas una patrulla nos paró y nos llevaron presos. Nos hicieron expedientes y nos pasaron para la cárcel de migración.

Ahí estuvieron cuatro días. Durante ese tiempo, dice, el trato fue agradable y recibía tres platos de comida diarios. 

 —Hasta hamburguesas nos dieron una vez. Tenía años que no comía una y vine haciéndolo en una cárcel –se ríe.

Al salir de su reclusión temporal tuvo la suerte de que no fue deportado y se encontró con aquel amigo que lo iba a esperar, que estuvo pendiente de él. Vivió con su paisano un mes y luego se fue a casa de otros conocidos de Güiria.

—El muchacho me dijo que descansara un poco, que ahí había comida para todos. Y eso hice. Como a la semana me dijo que me había encontrado un trabajo.

Luego de un par de meses reunió dinero suficiente para mudarse a una habitación solo. Pero aquel no era un trabajo fijo, así que cuando acabó tuvo que seguir buscando.

Este hombre robusto empezó a trabajar en una de las áreas más cotizadas por los migrantes venezolanos en Trinidad: construcción. 

—Estaban reconstruyendo la Casa Roja, que es el edificio del Parlamento aquí, y yo estuve un mes yendo todos los días a hacer portón para que me vieran. Trabajé ahí como seis meses  –cuenta. 

En el caso de los hombres, además de trabajos en el sector construcción, otras opciones de empleo suelen ser como cargadores, obreros de fábricas, personal de restaurantes e incluso de recolectores de cosechas agrícolas. 

Pedro alquiló una habitación en la zona de Curepe y trabajaba a 13 kilómetros, en Puerto España, desde las siete de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Al salir trabajaba en un restaurante cerca de su residencia desde las cinco de tarde hasta las cuatro de la mañana. 

—Me quedaba dormido parado –confiesa.

Muchos güireños en Trinidad hacen jornadas dobles. El objetivo de este esfuerzo no solo es obtener el dinero suficiente para pagar un techo y la comida en la isla, sino lograr un extra que les permita enviar remesas a sus familias en Venezuela y a su vez poder ahorrar. 

Cuando Pedro terminó el trabajo en la construcción se quedó en el restaurante, pero los embates de la pandemia hicieron que se redujeran las horas, los días de trabajo y el salario a tal punto que tuvo que irse de su habitación y buscar refugio en el apartamento de Alberto. Él fue una de las siete personas que llegó a su casa albergue durante la pandemia.

—He pasado más de un mes sin un trabajo y he pasado mis ratos de hambre también. Pero, bueno, aquí estamos.   

Pedro tiene diabetes y sufre de hipertensión. Cuenta, con evidente pena, que durante la cuarentena por la pandemia de la COVID-19 a veces sólo comía un mango en todo el día.

Ilustración: Miguel Rodríguez Drescher / Efecto Cocuyo

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Carla* es de Macuro, ese lugar paradisíaco del Golfo de Paria donde Cristóbal Colón desembarcó en Venezuela en su tercera expedición al Nuevo Mundo. Ella llegó a la isla con su papá, quien ya tenía ocho meses en Trinidad y la esperaba. Para ella, la estadía en su tierras trinitarias ha sido ligeramente ventajosa, pero su permanencia camina sobre un constante trabajo arduo.

—Mi papá había ido a Macuro a ver a mis hermanitos y a buscarme. Como ya había estado aquí sabía cómo era todo. Él alquiló una casa para cuando nosotros viniéramos.

Rápidamente se familairizó con la nueva geografía. Conoció nuevos lugares y a todos los amigos que había hecho su papá, un típico oriental carismático, dicharachero y presto para todo. Por el contrario, Carla es tímida, bastante reservada.

—Al principio cuando salíamos era muy difícil porque no entendía nada el idioma. Yo le preguntaba a mi papá qué decían. Ahora sí entiendo más o menos el inglés y hablo un poquito –dice la joven de 19 años que lleva 13 meses en Trinidad.

Desde que llegó estaba en una casa en Carenage, una ciudad en el noroeste de Trinidad y Tobago ubicada cerca de Chaguaramas, “que era feísima”, suelta Carla. Ahí había dos cuartos. Ella dormía en uno con su papá y en el otro dormían cinco hombres más.  

Casi dos meses después de entrar a la isla antillana, su papá la ayudó a conseguir trabajo en la pequeña panadería de unos trinitarios. 

—Le ofrecieron el trabajo a él pero como no sabe cocinar, me llevó a mí.

Ahí es donde labora todavía. Gana cerca de 200 dólares estadounidenses por mes, hace media jornada. Desde las cuatro de la madrugada hasta las nueve de la mañana prepara panes, pastelitos y galletas. Al principio le costaba trabajo y su inexperiencia la hizo quemar más de un pan, pero siguió.

—Ahora me quedan perfectos –ríe.

Hace poco se mudó a una pequeña casa con su pareja. La estructura, también en Carenage, tiene grietas en algunos mesones y no está amoblada. Sólo cuenta con una pequeña nevera, una cocina y el colchón donde duermen.

Cuando llega a casa del trabajo, que le queda a cinco minutos caminando, prepara la comida. En la tarde sale a conversar con los conocidos de la zona. Recientemente conoció a Ana y platican a menudo.

*Los nombres de Alberto, Ana, Pedro y Carla, migrantes en Trinidad y Tobago que ofrecieron sus testimonios para esta cobertura, fueron cambiados para proteger su integridad.

Por Yohennys Briceño Rodríguez/Historias que laten
Ilustraciones Miguel Rodríguez Drescher/Efecto Cocuyo

Esta es la décima primera entrega del especial #GüiriaDuele producido por la alianza entre Efecto Cocuyo, Historias que laten, Crónica.Uno y Radio Fe y Alegría.