Texto: Jennifer Rudas
Ilustraciones: Ivanna Balzán

Estaba en mi último año de la carrera de medicina, y cursaba la materia de ginecología y obstetricia en un hospital del Instituto Venezolano de los Seguros Sociales en el oriente del país. Era 2019, tiempos complicados pero no tan complicados como los que vendrían. 

En ese hospital, y particularmente en ese servicio, entendí algo que, varios semestres atrás, un profesor me había dicho: “Cura, militar y médico: esos son los profesionales más sacrificados, de los que la sociedad espera más”. 

Había otra cosa que esas carreras tenían en común: eran jerárquicas. Apenas llegué a ese hospital me di cuenta de que pasaban cosas irregulares, pero nadie las cuestionaba. No solo porque cada quien estaba inmerso en la vorágine diaria, ocupándose de lo que le correspondía, sino también porque los médicos, residentes y estudiantes nos comunicábamos solo con el superior que estaba en el escalafón siguiente al que uno pertenecía. 

La comunicación era difícil. Todos en el hospital estábamos cansados, la carga laboral era muy pesada, y muchas veces no teníamos la experiencia o el conocimiento para responder algunas preguntas que nos hacían nuestros superiores. 

Recuerdo que una especialista nos visitó un día en el servicio y realizó varias ecografías. Le pregunté sobre un caso específico, y si lo que había hecho aplicaba a todos los casos. No sé si eso alertó a la especialista, no sé si vio en ello alguna conducta médica inadecuada, pero una residente, al enterarse de que me había atrevido a hacerle una consulta directamente a la experta, me gritó con miedo: “¿Cómo se te ocurre hablarle así al especialista? Si tienes alguna pregunta, me la haces a mí”.

Los castigos, por mi inocente acción, podían ser severos para ella. En esa oportunidad, ella “se salvó”, pero más adelante vi cómo, por cualquier cosa, a varios les prohibieron asistir al quirófano —cosa que era importante para nuestra formación—, les ponían guardias de 72 horas o guardias todos los fines de semana durante meses. 

Era como hacerle saber a los animales de un zoológico quién mandaba. A la fuerza.

Mis guardias eran cada seis días y las hacía con otro compañero interno y la residente. Casi ningún especialista pasaba la noche dentro del hospital durante sus guardias, contrario a lo que corresponde legal y moralmente. Por ello, las cirugías eran planificadas y las emergencias debíamos resolverlas sin molestar a nadie. 

Si llamabas al especialista y no era una emergencia: castigo. 

Si llamabas al especialista y era una emergencia que puedes resolver: castigo. Las guardias de 24 horas continuas eran agotadoras y el lugar designado para dormir estaba tan sucio y descuidado que a veces agradecía no tener que acostarme en ese colchón amarillento. 

Durante una de esas noches infinitas, me asignaron proceder con el ingreso de una paciente. Tenía 30 años y estaba embarazada. Tenía unas 15 semanas de gestación. Era primeriza. No respondía más de lo necesario, y no estaba muy segura de cuál era el motivo de su consulta. 

La residente se acercó y me dio explicaciones e instrucciones bastante vagas. Entendí que la paciente había sido citada por el especialista que la atendía regularmente en su práctica privada. El motivo de su visita al centro de salud era uno solo: la interrupción del embarazo.

Yo me sorprendí. El código penal en Venezuela detalla, en sus artículos 432, 433, 434, 435 y 436, las sentencias con cárcel que deberán cumplir las mujeres que accedan al aborto y quienes se lo practiquen. La única excepción es cuando la salud de la madre esté comprometida. En este caso, la madre aparentemente estaba en buenas condiciones generales, pero había una historia clínica según la cual la mujer tenía una amenaza de parto inminente. 

Luego entendí un poco más qué ocurría: esta mamá primeriza estaba enfrentando una situación que pocos experimentan en su vida. El bebé presentaba múltiples malformaciones del tubo neural, lo cual era incompatible con la vida. Es decir, tristemente, el destino de la criatura era morir en el vientre materno o al nacer. 

Los siguientes meses de la vida de esa mujer serían todo lo contrario a lo que espera una mamá durante el embarazo de su primer bebé. La emoción y la anticipación reemplazada por el miedo al futuro, al incierto momento en el que su bebé iba a partir.

***

Durante la entrevista médica que le hice, me comentó que durante un control ecográfico se dieron cuenta de que algo no andaba bien. Su doctor le ofreció un plan “para ayudarla”, y ella aceptó. La interrupción del embarazo la ayudaría a saltarse meses de miedo y angustia para procesar con calma la pérdida. 

Lo entendí. 

Nos sentamos en un cubículo de paredes azules, sucias. Había una mesa y dos sillas de plástico en mal estado. Le tomé los signos vitales y tomé los datos necesarios para la historia clínica. Me contó que su bebé era planeado, esperado y deseado: estas palabras parecen sinónimos pero no lo son. 

Pensé preguntarle cómo se sentía, pero era obvio lo mal que la estaba pasando.

“¿Has consultado algún psicólogo o psiquiatra? ¿Te lo han recomendado?”, le pregunté. No es secreto para nadie que en Venezuela la salud mental es un tabú y sentí la responsabilidad de abrir un espacio para esa conversación.

“No”, me respondió parcamente, mirándome a los ojos. 

Intenté explicarle que lo que sentía era un duelo. Un duelo diferente que no todos entienden, que es difícil de explicar a los demás. Es un duelo por una personita, por su relación con ella, por el futuro juntos. Estoy segura de que no logré explicar o acompañar todo lo que quería. 

Saqué mi teléfono y busqué el número del único psiquiatra que conocía en la zona. Anoté su número en un papel y le pedí que por favor no dejara de llamarlo.

Me dio las gracias. 

Lloraba con poquitas lágrimas, como si se le hubieran acabado.

La ayudé a vestirse para el quirófano y la llevé hacia la camilla. 

No la volví a ver.

A medida que pasaban las horas, iba disminuyendo la cantidad de pacientes y tuvimos un momento de descanso. Detrás del mostrador, donde se guardaban las historias, las enfermeras tenían una cafetera vieja que había sido donada por algún paciente. 

No recuerdo quién trajo a colación el caso de la paciente. No discutimos el tema de la legalidad, curiosamente. Nadie parecía alarmado ¿Era frecuente que los especialistas hicieran eso en el hospital? Quién sabe.

Todas tenían opiniones diferentes sobre la moralidad del aborto. Y fue eso lo que me sorprendió. 

Me dediqué a escucharlas con atención. 

Alguien dijo que era responsabilidad de las mujeres hacerse cargo de sus embarazos, y que una vida siempre es una bendición. Habló sobre su propia difícil situación como madre soltera. 

Otra dijo que a veces es difícil, si no tienes qué comer, pero estuvo de acuerdo con que hay que hacerse cargo. 

Alguien estuvo de acuerdo con que nadie tiene derecho a traer a nadie a este mundo a sufrir.

Hablaban de las opciones de anticoncepción. 

Otra dijo que los métodos anticonceptivos eran de difícil acceso, o muy costosos. 

En ese entonces —era 2019— las píldoras anticonceptivas costaban alrededor de 15 dólares, y los implantes unos 12 dólares. 

El sueldo mínimo en esa época rondaba los 6 dólares.

Otra de las mujeres dijo que en el hospital se ofrecían dispositivos intrauterinos. 

Alguien más dijo que ahora era más fácil: que una década atrás muchos servicios médicos pedían el consentimiento firmado del esposo para una esterilización quirúrgica. 

Otra, que hay lugares donde aún lo piden, y donde se niegan a realizar la esterilización aunque la paciente lo solicite.

“¿Sabrán también que Venezuela tiene la menor pena el aborto por honor?”, me pregunté, mientras las escuchaba. Durante mi paso por las asignaturas deontología médica y medicina legal no aprendí sobre el acompañamiento psicológico y emocional que necesitan las mujeres durante la interrupción voluntaria (o no) del embarazo. Sin embargo, nunca pude olvidar que en Venezuela el aborto honoris causa tiene una pena menor que todas las demás causas. Es decir, que si un esposo le practica un aborto a una mujer para salvar su propio honor (embarazo por infidelidad o fuera del matrimonio), la pena puede llegar a ser dos tercios menos que si la mujer se practica un aborto a sí misma por cualquier otra causa. 

Escuchaba atenta, no compartí mi opinión.

Una enfermera describió su experiencia. 

Hacía algunas décadas estuvo embarazada y en un control médico comentó que se había pintado el cabello. Su especialista le dijo que, lamentablemente, su bebé iba a desarrollar malformaciones graves y que lo mejor era interrumpir el embarazo. Seguramente se basó en algunos estudios que relacionan el tinte de cabello con tumores en el bebé, incluso durante la lactancia materna. 

Pero son investigaciones no concluyentes. 

Ella, por desconocimiento, aceptó. Su historia se escuchaba reciente, transmitía mucho dolor.

Nunca voy a olvidar su cara.

No podía creer la clase que me estaba dando la guardia y la experiencia de esas mujeres. ¿Cuáles son las causas de la interrupción voluntaria del embarazo?, ¿Quién decide que alguna causa es más válida que otra? ¿La ley, el doctor, el esposo? ¿Por qué la decisión no está en mano de la gestante? No lo sé…

Según un estudio de la Asociación Venezolana para la Educación Sexual Alternativa (Avesa), en 2019 se realizaron aproximadamente 15 abortos clandestinos por día en Venezuela. 

Ese día, en esa guardia, aprendí sobre la realidad de una paciente que no se usa como ejemplo en ningún salón de clases. Es una realidad que no se discute, no se ve y no se enseña. Pero la vida es dinámica, y los cambios son inevitables ¿Este cambio cuándo vendrá? Ahora, que me dedico a ejercer mi carrera, que amo, me sigo haciendo esa pregunta, y sigo recordando aquel día en que aprendí tanto.

Esta historia es parte del seriado “Los cuerpos también cuentan historias: relatos escritos por profesionales de la salud”, producido por La Vida de Nos y cedido para su republicación