La eucaristía es memoria viva y esperanza

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Foto: referencial

Hermanos y hermanas, hoy estamos celebrando la solemnidad del “Corpus Christi” y conviene que nos hagamos estas preguntas: ¿Qué significado tiene para nuestra fe esta gran fiesta? ¿Y qué significa para nosotros ser testigos de esa presencia viva de nuestro Señor Jesucristo? ¿Dónde está presente el cuerpo místico de Cristo?

El Evangelio de la multiplicación de los panes nos sitúa en una eucaristía al descampado, a cielo abierto, donde la creación, la casa común, la Tierra, sirve de mesa compartida, de altar. Y esto es lo primero que hay que hacer notar, el templo de Dios es la creación, donde el Señor está presente trascendiendo desde dentro, lo que en teología de la encarnación se conoce como “trascendencia en la inmanencia”, y que grandes místicos como San Francisco de Asís, San Juan de la Cruz, Santa Teresa y San Ignacio formularon desde su experiencia así: “amarte a ti Señor en todas las cosas y a todas en ti”.

En este descampado donde ocurre el signo eucarístico de la multiplicación de los panes, hay una muchedumbre hambrienta, enferma, excluida, desesperanzada, que encuentra en la presencia del Señor, en su palabra y en su trato bondadoso y misericordioso, la esperanza. Es en esa humanidad excluida por la lógica de este mundo, dónde se hace presenta el cuerpo místico del Señor, tal como nos lo recuerda en la parábola del juicio final el evangelista Mateo “lo que hiciste con uno de estos mis hermanos más pequeños lo hiciste conmigo” (Mt 25,40).

También, el Cuerpo de Cristo es la Iglesia misionera que nuestro Señor envía a afrontar las crudas realidades de este mundo, pero en el caso de la multiplicación de los panes y ante tamaño desafío, en un primer momento, la comunidad discipular se siente impotente, y le afloran tres tentaciones: la de huir, “despide a esta gente”; la de no confiar lo suficiente ni en el Señor ni en la gente, “no tenemos más qué cinco panes y dos pescados”; y la de buscar una solución fácil pero descomprometida y desligada de la fe : “a no ser que vayamos nosotros mismos a comprar víveres para toda esta gente”. Pero, en un segundo momento la comunidad discipular escucha al Señor y obedecen su voz que les dice “hagan que se sienten en el suelo en comunidades de 50” “así lo hicieron y se sentaron”.

Tanto la comunidad discipular como la muchedumbre hambrienta escuchan la voz del Señor, y ponen en común lo que tienen, Jesús lo bendice y obra el milagro de la multiplicación, a tal punto que todos se saciaron y sobraron 12 canastos.

Esta comunidad discipular, centrada en Jesús, oyente de la palabra, es también Cuerpo místico de Cristo, porque “donde dos o tres se reúnen en mi nombre ahí estoy yo” (Mt 18,20); y, para San Pablo la Iglesia es el cuerpo de Cristo y Él es la cabeza de la Iglesia (Efesios 1,22-23) y, es un cuerpo abierto, en camino, para la misión en el mundo: “denle ustedes de comer”.

Pero, de manera privilegiada, el Señor está presente en el pan eucarístico, pan de vida, bebida de salvación. Al multiplicar el pan, se está entregando Él como alimento, como comida de salvación y así, en aquel descampado, acontece el banquete del Reino, donde todos comen por igual, escuchan al Señor con alegría y forman comunidad.

La eucaristía es memoria viva y esperanza. Cristo quiso estar presente en el pan eucarístico: “yo soy el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6,51). Es memorial en cuanto que sacramentalmente está presente y entregando su vida por nuestra salvación, alimentándonos para hacer de nosotros también ‘hostias vivas’. (Rm12,1-2), porque, la eucaristía es misión: “como mi Padre me envió, así los envío yo” (Jn20,21); “denles ustedes de comer”.

Así, pues, Cristo vivo en la Eucaristía, alimenta a la Iglesia, Cuerpo de Cristo en el mundo y continuadora de la misión del Señor; Iglesia servidora de la creación y la humanidad, especialmente de los pobres, los que sufren, y excluidos.

Y, el Cuerpo de Cristo es esperanza porque: “cada vez que ustedes comen de este pan y beben de este cáliz proclaman la muerte del señor hasta que vuelva» (1 Cor 11,23-26).

Por: Alfredo Infante, s.j.