Perdí la memoria de la vida

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Foto: Roberto Mata

Yo no sé mucho. 

No recuerdo cuándo me sacaron al hospital, no recuerdo haberme enfermado, solo recuerdo a partir del momento en que desperté en terapia intensiva. No sabía qué había pasado ni cuánto tiempo había transcurrido. Solo sabía que no podía moverme. 

Soñé que estaba con mi familia en un restaurante en El Hatillo, no podíamos salir, no nos veían. Estábamos muertos. 

Las enfermeras se tomaron el tiempo para explicarme por qué estaba ahí. No entendía. Me llevó días hacerlo, quizás hasta ocho. Perdí la memoria de la vida y de las funciones básicas. No podía asir mi celular, no era capaz de hacer una llamada. Quería comunicarme y no sabía cómo hacerlo. El teléfono reconocía mi cara, pero yo no sabía cómo buscar un número. Tampoco podía comer sola. 

Antes veníamos a Miami con mucha frecuencia por trabajo. En 2015 me retuvieron en emigración. No quería quedarme, pero pusieron tantos obstáculos, que salir de Estados Unidos y regresar a Venezuela sería peor. Ya soy residente. 

El lunes 16 de marzo de 2020, a las diez de la mañana, mi esposo Álvaro y yo íbamos a viajar desde Miami a Caracas. El propósito era renovar mi pasaporte venezolano para asistir al matrimonio de nuestra hija en República Dominicana.

El viernes 13 de marzo llamamos a la agencia para cambiar nuestra reservación. Yo tenía una tos muy fuerte y eso podía ser un obstáculo en el aeropuerto de Miami para abordar un avión. “No hay problema, pueden viajar en junio”, nos respondieron. Ese día comenzaron a cerrar muchos aeropuertos en el mundo.

No viajamos por mi tos, aunque, de todas maneras, no hubiésemos podido viajar. A Álvaro le comenzó una fiebre que duró varios días. El viernes 20 de marzo fue a hacerse la prueba de covid-19. En ese momento no tenía fiebre, pero sí la noche anterior. No le quisieron hacer el examen. Síntomas incompletos, no calificaba, eso le dijeron, pero seguía con el malestar. 

El jueves 26 de marzo fuimos juntos a Broward Health Medical Center a hacernos la prueba. Enviaron nuestros exámenes a Tallahassee, el único lugar para el momento donde procesaban esas pruebas. El domingo 29 de marzo nos dieron los resultados por teléfono: Álvaro positivo en covid-19 y yo negativa.

Álvaro (67) es venezolano y nació en la calle Bolívar número 13 de Baruta. Eso dice él. En realidad nació en Colombia y, a los 20 años, después de estudiar Ingeniería Civil en la Universidad Industrial de Santander en Bucaramanga, se fue a Venezuela y perdió la nacionalidad colombiana. Álvaro es venezolano, tiene pasaporte norteamericano, una empresa con oficinas en La Candelaria que ha operado durante 32 años y seis puestos en el cementerio Jardines El Cercado, el que está bajando a Guarenas. De estos, ha cedido cinco. Sólo le queda uno. 

Álvaro cada día se sentía peor y la fiebre era más frecuente y más alta. 

El lunes 30 de marzo, le conté por teléfono a mi médico primario, que es internista, lo que le pasaba a Álvaro. “Llévalo al hospital, se te puede morir en la casa. Mi compañero de consultorio murió así. El coronavirus ataca la respiración y el corazón, mi socio falleció de un infarto sin tener fiebre”, me dijo. 

Lo llevé al Northwest Medical Center. Lo dejé en la puerta, pues no me dejaron entrar. Lo aislaron y se acabó la pila de su celular. 

Nuestra hija mayor, Sandra Tatiana (44), desde Los Ángeles, llamaba al hospital y me tenía al tanto de lo que estaba pasando. 

El viernes 3 de abril me llamaron para que lo fuera a buscar. Nos dieron una máquina de oxígeno y tres bombonas porque aún tenía dificultades para respirar. 

Fui a recogerlo en la Hyundai Tucson 2018 que Álvaro usa para hacer UBER desde 2018. Le gusta ese trabajo porque le da libertad. Los clientes son muy buenos con él, la propina en ocasiones supera un par de veces el monto del servicio. No saben que un gerente, dueño de una empresa con empleados, es el que los está atendiendo.

Mientras él estaba hospitalizado, desinfecté la casa. Pero ya todo estaba contaminado. Yo había tenido fiebre desde el miércoles 1 de abril, náuseas y vómito. Lo recibí en la habitación principal y me mudé a la de huéspedes. Es mi último recuerdo. 

Álvaro me dio sus pastillas para la fiebre y así la bajamos. Tenía dificultad para respirar y me puso oxígeno del que le habían indicado a él. Me cuidaba porque sé que lo hizo, pero no lo recuerdo. Me paraba para vomitar en el baño. El lunes 6 de abril, a las 5:20pm, Álvaro me llevó al hospital. Entré caminando y él se tuvo que ir sin bajarse del carro. Al día siguiente, el martes 7 de abril en la mañana, Álvaro me cuenta que lo llamé y le dije: 

 —Todo salió mal, me van a intubar. 

Lo llamaron del hospital para pedir su autorización para hacerlo. Tenía covid-19. Dio la autorización. A las 9:25 de la mañana me intubaron. 

Álvaro tiene todo anotado, escanea los documentos y exámenes, los archiva en carpetas. Sabe que la información es importante, tiene muchas personas con quien compartirla. Lo llama “la bitácora”. El calendario de Supermercados El Bodegón dice día por día lo que he vivido, inclusive los días de Semana Santa. Usa bolígrafo negro, azul y un marcador rojo. Yo soy la tercera esposa y entre ambos tenemos siete hijos y siete nietos en cuatro países distintos.

Entre Tati y él decidían qué y cómo comunicar mi estado. “¿Qué es lo que vamos a escribir?” era la pregunta recurrente. Casi siempre pintaban la historia color rosa y no lo complicada que estaba. Mensaje de texto, Whatsapp, FaceTime.

“Necesitamos saber de Yumi, dinos la verdad”.

La verdad era que filtraban toda la información. Llegaron a mandar vídeos de YouTube para explicar algunos de los procesos que me estaban aplicando y así evitar tantas preguntas. 

Yumira Pérez y Álvaro Ruiz, antes de Covid-19. Foto cortesía familia Ruiz Pérez

Yo no sé lo que me pasó y le he pedido a Álvaro que no me cuente. Hoy voy a escuchar cosas por primera vez, no quiero detalles. Estoy muy impactada aún. Pasé 17 días con un respirador y 14 en terapia intensiva.

Se pararon mis riñones. Le decían a Álvaro que no podían hablar acerca de lo que iba a pasar mañana porque “ella se puede morir hoy”. Mi hija, dos veces al día, esperaba hasta una hora al teléfono para un parte médico. A Álvaro lo llamaban solo para las decisiones finales. El sí o el no. La gente me llama hoy en día y llora. Volviste a nacer, me dicen. No puedo estar llorando con todo el mundo, me ahogo. Me pregunto qué tengo que aprender de esto. Espero descubrirlo pronto porque todavía no lo sé. Soy una mujer sana, de fe. Sentí un freno en mi vida. 

Me sacaron del Northwest Medical Center para el North Broward Rehabilitation and Nursing Center el viernes 8 de mayo. Debía hacer rehabilitación por quince días, pero el último día y antes de venirme a casa me asfixié y volví a terapia intensiva. En el hospital anterior, tres exámenes dieron negativo en covid-19, por eso podían cambiarme de hospital. Había superado la enfermedad. Ahora tenía neumonía. Piso 9, el destinado a infectología. Aislada nuevamente. Me volvieron a hacer el test covid-19, pero se dañó la máquina que lo hacía y tomó dos días saber qué pasaba. Me asfixiaba constantemente, no podía hacer la rehabilitación. Sin embargo, el resultado fue negativo. 

La dificultad para respirar hizo que llamaran a un otorrinolaringólogo. Mi tráquea estaba del tamaño de un pitillo. No podía moverme en la cama sin sudar y perder la respiración. Había que operarme en otro hospital, sería el tercero. 

Cuando te asfixias, no hay remedio que te ayude; solo sirve calmarte. Eso lo haces sola. 

Al Broward Health Medical Center me llevaron el lunes 1 de junio a las 8:00 de la noche. Álvaro ya podía estar conmigo. Eso me dio tranquilidad. Para salir del hospital me hicieron el test: negativo. Para entrar al otro me hicieron el test: negativo. Los hospitales desconfían unos de otros. El conductor de la ambulancia desconfía de todos. Vivimos en el miedo. Dicen que tengo anticuerpos que me protegen del coronavirus, pero nadie puede demostrarlo. 

La tráquea estaba obstruida por la intubación: estenosis traqueal. Un daño colateral. Lo que he aprendido del covid-19 es que no había protocolo, por lo menos para ese momento. No es como un infarto que saben qué y cómo hacerlo. Ante la insuficiencia respiratoria: ventilador. La intubación causa estragos. Yo estoy viviendo las consecuencias de las acciones médicas que realizaron para salvarme. Gracias a Dios. 

No me han operado todavía. Me pusieron unos balones para ensanchar la tráquea y eso me permitió bajarme de la cama y comer.

El viernes 5 de junio, a las 7:00 de la noche, me dieron de alta. 60 días después regresé a mi casa. Quería bañarme de pie, no con pañitos ni acostada en una cama. Pude alimentarme. Me comí dos arepas. Me las hizo Álvaro, con aguacate y un molde. No estaba preparada aún para eso. Me regañaron cuando le conté al personal médico. Él ha rezado el rosario todos los días y le ha pedido a la virgen. A pesar de que estudió en colegio de curas, no es rezandero. Cuando llegué a casa se puso a llorar. Nosotros somos pareja veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Así han sido los últimos veintipico de años. Compartimos todo. Además, trabajamos juntos. 

31 días sin verme en un espejo. Mis cejas, mis piernas, mis pies. Me quería depilar, ¿sabes? Soy venezolana. Tuve que esperar veintinueve días más para lavarme el pelo yo misma, ponerme enjuague. 

La recuperación de mi ritmo cardíaco va a tomar de uno a seis meses. Ya puedo caminar, aunque con ayuda. Para trayectos largos uso la silla de ruedas, de acá al carro, por ejemplo. Duermo casi sentada, por el momento. Termino extenuada en la noche, pero duermo una hora, hora y media. Me desvelo dos. Y así. 

Las dos exesposas de Álvaro, Martha y Mirian, están pendientes de mí. Acá no hay pelea. Me llaman, me cuidan. Somos una sola familia.

Yumira Pérez, 55, técnica superior de comercialización y publicidad.

*** Esta es una historia de Roberto Mata  en el marco del proyecto de Prodavinci y el Centro Pulitzer: COVID-19 llega a un país en crisis: Despachos desde Venezuela