El 28 de octubre se cumplieron 253 años del nacimiento en Caracas de Simón Rodríguez, el educador venezolano de mayor importancia en nuestra historia. Hoy, sin embargo, a pesar de que se proclama que sus ideas están sembradas en las propuestas educativas oficiales, es un hombre olvidado y traicionado, pues las políticas del Gobierno parecen orientadas a acabar con los maestros y profesores y así acabar con la educación. De ahí la necesidad de recuperar y poner en práctica su pensamiento.
Rodríguez vio con claridad que una vez lograda la independencia militar, para tener repúblicas fuertes y sociedades prósperas había que dejar a un lado a los militares y emprender la revolución cívica, mediante una educación que enseñara a trabajar, amar el trabajo, y “vivir en República”, es decir, que promoviera las “virtudes sociales”. Se trataba de convertir a los súbditos sumisos y obedientes, en ciudadanos libres e independientes “capaces de gobernarse a sí mismos”, y que no se dejaran dominar ni engañar por nadie.
Educación abierta a todos, especialmente a los más pobres y marginados, las víctimas directas de la cultura colonial que seguía intocada: “Si la educación se proporcionara a todos, ¡cuántos de los que despreciamos, por ignorantes, no serían nuestros consejeros, nuestros bienhechores y nuestros amigos! ¡Cuántos de los que nos obligan a echar cerrojos a nuestras puertas, no serían depositarios de las llaves! ¡Cuántos de los que tememos en los caminos, no serían nuestros compañeros de viaje!”.
La nueva educación debía combatir la pedagogía transmisiva y repetidora y asumir una pedagogía creativa y crítica: “¡Enseñen a los niños a ser preguntones, para que, pidiendo el porqué de lo que se les manda a hacer, se acostumbren a obedecer a la razón, no a la autoridad como los limitados, ni a la costumbre, como los estúpidos!”.
Pero posiblemente su insistencia mayor, que fue la razón por la que fue incomprendido y rechazado por muchos, fue su empeño en promover el amor al trabajo productivo, y de unir la instrucción académica con los oficios mecánicos y agrícolas, pues era necesario “colonizar el país con sus propios habitantes”. Estaba convencido de que la riqueza no consistía en las minas sino en las capacidades productivas, y que el trabajo era la llave del progreso y de la independencia. Él mismo quiso dar ejemplo con su vida: Cuando no conseguía trabajo como maestro, para sobrevivir, montó talleres para producir jabones y velas. Por ello, solía ironizar, diciendo: “Así lavaré la conciencia de los americanos y alumbraré América con mis velas”.
Durante toda su vida combatió la cultura limosnera que degrada a las personas y varias veces escribió: “Yo no pido que me den, sino que me ocupen, que me den trabajo. Si estuviera inválido, pediría ayuda. Sano y fuerte debo trabajar. Sólo permitiré que me carguen a hombros cuando me lleven a enterrar”.
Para posibilitar esta educación, se necesitaban maestros honestos y responsables, con vocación, que despertaran la creatividad del alumno, cuyo ejercicio les garantizara una vida digna: “El maestro debe contar con una renta que le asegure una decente subsistencia, y en que pueda hacer ahorros, para sus enfermedades, y para su vejez…No ha de recibir limosnas que lo humillan. No ha de ir al hospital a agravar sus males, ni a casas de misericordia a guardar dieta, ni a que lo saquen al sol, para que se seque, y pese menos, cuando lo lleven a enterrar”.