Susana Raffalli: «La escucha es una forma de protección personal y colectiva»

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Foto: cortesía.

Seguimos con la serie de entrevistas realizadas desde la Revista SIC a especialistas de diferentes disciplinas para reflexionar sobre la condición humana. Esta vez tocamos tres aspectos: primero, el saber escuchar; segundo, cómo sobrellevar el silencio; y, por último, la paciencia ante la adversidad, en medio de la pandemia que azota al mundo.

En esta oportunidad contamos con los aportes de la reconocida nutricionista venezolana Susana Raffalli Arismendi, destacada por su labor en la protección y asistencia humanitaria, defensora de Derechos Humanos, con trayectoria profesional de más de 20 años en los ámbitos de seguridad alimentaria y nutrición pública en varios continentes. Por su trabajo ha recibido varias distinciones, entre ellas: Premio Nacional de DDHH de la Coordinadora de DDHH de la sociedad civil venezolana, Premio Franco-Alemán de DDHH, y premio «Alma Mater 2019» otorgado por la asociación de egresados de la Universidad Central de Venezuela (UCV), su casa de estudios. Actualmente, es asesorara en el diseño y gestión de un Sistema de Monitoreo, Alerta y Atención en Nutrición y Salud (SAMAN) para la protección y supervivencia infantil, con Cáritas de Venezuela.

Para entender el éxito de los países asiáticos ante la pandemia, el filósofo coreano Byung-Chul da especial relevancia a la cultura de los orientales. Según éste, son menos renuentes y más obedientes que los occidentales. “Obedecer” (ob audire) tiene, en su origen etimológico, más que ver con saber escuchar que con cumplir mandatos. ¿Sabemos o no sabemos escuchar?

Encuentro que son importantes ambas, y que se determinan una a la otra. Escuchar y obedecer.

Tu pregunta me llega estos días en que he estado pensando en la diferencia que puede haber entre rendirse y capitular. Si escuchamos bien, si registramos el espectro tan amplio de dolores con el que se abrió paso éste nuevo coronavirus entre la humanidad, no hay más camino que obedecer, que obedecer en el sentido de capitular frente a lo que nos avasalla, no en el sentido de la obediencia como sumisión pasiva. En esta pandemia, todos tenemos que conservar una cuota de control sobre nuestra protección y sobre poder proteger a los demás, pero hay que llevarla con humildad, conscientes de la fragilidad.

Ese minuto de silencio en Madrid, sobre aquella pista de patinaje en hielo que sirvió de morgue durante la pandemia, es quizás el grito que más me ha conmovido en todo este tiempo. Una morgue de dimensiones olímpicas. Un minuto de silencio en el que escuché el alarido de la fragilidad. La Ministra de la Defensa dijo a los familiares en ese momento, desde el hielo: “no hemos podido salvarles”. No les hemos podido salvar. Esto en boca del alto mando de la defensa era una oda a la fragilidad. El minuto de silencio que vino después se desbordó de sonidos, cada uno en su interior escucharía algo particular. Escuchar tiene algo de solemne, sea que se escuche uno, que escuches al otro, o que se escuche el curso de la vida que no se puede cambiar, ante el que solo nos queda capitular.

En gran parte del confinamiento hemos sabido en menor y mayor grado acatar, porque ha sido un mandato. Lo que no sé si hemos sabido, es escuchar. Eso lo sabremos después, cuando tengamos la perspectiva de cómo se continúa viviendo con los coronavirus entre nosotros. Éste y los virus que vendrán no se van. La cura no se trata de una victoria sobre ellos, no se los aniquila. Inmunizarse no es curarse, es apertrecharse de las defensas para saber convivir con ellos, sin que eso implique perder vidas a escala olímpica. Hasta que eso lo logremos con vacunas, con antirretrovirales o como fuera, sólo nos queda saber escuchar, como ocurre con la mayoría de los dolores: sólo es posible vivir con ellos para siempre si se los aprende a escuchar con solemnidad.

Yo quisiera poder confiar en que hemos sabido escuchar bien este gran duelo. Pero me temo que no. Los indicios no son buenos. Después de dos guerras mundiales en nuestro pasado reciente, el ser humano no ha sido más “bueno”, la humanidad no ha sido mayor. El avance y el duelo por la COVID-19 estuvieron allí desde el principio. Se los podía escuchar con claridad desde Asia, desde Europa. Pero no. Trump, López Obrador, Bolsonaro, Johnson, a pesar de que creemos que son diferentes, se comportaron igual. Ninguno acató de inicio, ninguno supo escuchar el duelo que ya ondeaba en Asia y Europa. El populismo no escucha con solemnidad. Aquí mismo en Venezuela, el 10 de marzo, llamaron los políticos a las “mamás” de las marchas. Un día después el director de la OMS declaraba la pandemia mundial. Si Venezuela no hubiese estado tan aislada en ese momento y el coronavirus hubiese estado ya entre nosotros, el contagio hubiese sido a gran escala.

Tampoco ha sido con solemnidad que hemos escuchado la tragedia de cada país. En muchos países, se usó cada parte epidemiológico para comparase con el otro, para descalificarlo en medio de su duelo. Esto no se nos olvidará. Una descalificación entre demócratas y déspotas, entre derechas e izquierdas, entre capitalistas y socialistas, entre imperialistas y antiimperialistas, cada uno con gráficos en las manos exhibiendo sus muertos, como trofeos. Poco, muy poco, hemos sabido escuchar la fragilidad desde la que enfrentamos todo esto. En ese momento de la cadena de medios de comunicación nacional, cada día, aquí en Venezuela yo apagaba y dejaba de escuchar.

Tampoco hemos sabido escuchar las pandemias recientes. El Ébola dejó lecciones envidiables que no hemos sabido escuchar para mitigar la COVID-19. La más importante, la de habérsela manejado como una crisis sólo sanitaria, esto es, bajo el liderazgo del Estado, el ejército y Naciones Unidas en el ámbito sanitario, en lugar de con el concurso de toda la sociedad civil trabajando en todos los ámbitos de la vida. En cada estallido social de los venezolanos buscando agua, alimento, combustible, leña, se rompió el distanciamiento social. Sólo nos salva la proximidad, el poder bien distribuido, pero eso los déspotas no lo permiten, porque implica justamente saber escuchar.

La pandemia por la COVID-19 nos demanda con urgencia ambas cosas, escuchar y capitular. Ninguno de los países que han tenido buen curso en esta pandemia, salieron al encuentro del virus rindiéndose como lo hacen los convictos, con las manos arriba, lo han hecho con las manos lavadas, con tapabocas, con información transparente, con respeto a la ciencia, guardando el apagamiento y la quietud, o lo han hecho por aislamiento, por falta de exposición. La integridad de estos últimos dependerá de saber escuchar. De escuchar lo que nos dicen el riesgo y el duelo. De saber escuchar minutos de silencio. La escucha es una forma de protección personal y colectiva, la envestidura que requiere cuando es verdadera es imprescindible para capitular.

El confinamiento, el distanciamiento – aún en casa con los nuestros – nos lleva casi inexorablemente al silencio. Teresa de Calcuta decía que para ella el silencio era el inicio de la oración. Pero el silencio también aturde. ¿Cómo debemos llevar el silencio en estos días? 

Respondo esto desde muchas contradicciones. Desde tantas contradicciones como pueden ser los silencios, si nos ponemos a contarlos.

La primera contradicción es que el confinamiento y el aislamiento fácilmente nos sugieren la idea del silencio. Pero lo cierto es que está visto que, en las pandemias, no sólo el aislamiento protege, sino también la información. La información transparente y bien dicha. Aislamiento, sí, pero comunicados con vasos comunicantes entre nuestro silencio interior y el de los otros, entre nuestro distanciamiento y la información para la protección. El silencio no siempre protege.

Hay silencios del no saber. Ver a los científicos tratando aceleradamente de acertar con algo conducente en esta pandemia, me ha conmovido también. En sus silencios les hemos tenido que esperar. El silencio del no saber –imagino- que puede ser, a veces, insoportable para ellos, pero para nosotros también. Traducir el silencio de quienes esperamos luces para nuestro destino es conmovedor, es el silencio que todos quisiéramos romper, esperando que sea fértil cada madrugar.

La voz, el sonido, el ruido no son los únicos referentes que delimitan el silencio. Al silencio no sólo lo define la insonoridad. Hay esos silencios de todo lo que se calla, por ejemplo, y ese silencio no nos libera del lenguaje, del ruido, de la verdad .

En esta pandemia hemos tenido mucho, también, del silencio de tenerse que callar. Ya de éste hemos tenido mucho en Venezuela, hasta en nuestros espacios profesionales nos han empujado a callar. Es el silencio de la censura, el que nos imponen para amordazar el grito o la verdad. Ese es un silencio pobre, mísero, un silencio que habla de la pobreza de quien lo impone y que no libera su destino de lo que igual algún día se tendrá que escuchar. Callar no es hacer silencio. El ruido para el que censura terminará a la larga robándole el silencio de su paz.

Hay silencios también de fragilidad, de no poder decir, de no saber qué decir, o de quedarse sin palabras. Hay silencios por la ausencia, por la espera, por las dudas. Hay silencios de prudencia, de saber callar cuando las palabras no dicen nada fértil, el silencio de la ética, de lo que se dice para bien. Hay silencios que dañan, que son violentos, esos que no responden a la necesidad de amor, o a la clemencia. Hay silencios que duelen de impotencia, represivos. Hay silencios cuando la angustia paraliza, hay silencios que sobrevienen con el espanto, y también los de la soledad.

Lo que quiero decir es que no idealizo esta cuarentena como si para todos haya significado una oportunidad de retiro espiritual. Sí que nos confinamos, nos aislamos, no solo en las casas, sino en nuestras cabezas. El aislamiento por esa ausencia de otros no es igual a la presencia sólo de uno mismo. El primero puede retirar algunos sonidos, pero la presencia de uno mismo puede venir cargada de un silencio ensordecedor porque no se calma el propio ruido. En el confinamiento de esta pandemia hemos tenidos los dos. La hiperconexión ha sido brutal, hemos llenado cada espacio virtual del confinamiento con información, hasta el desgaste. Como si no tener algo que decir, o algo que escuchar fuese un rezago. No nos permitimos bien el silencio necesario para reflexionar. No ha habido tiempo para la introspección, a pesar que el aislamiento parecía que lo facilitaba.

Pero tengo con qué ser optimista sobre el silencio. Primero, porque es el bien más común que tenemos. El silencio podría ser de todos. También por lo necesario. En la música, en la prosa, en la poesía, las pausas de silencio son imprescindibles, de otra forma resultaría todo un mezclote insoportable. El silencio es, al final, terapéutico y eso me reconcilia con él, a pesar de lo difícil. En el silencio de la oración y en el de la introspección – por aturdidora que sea -, hay mucha sanación y también la hay en el silencio del que nos escucha interpretándonos cuando pronunciamos finalmente las palabras que articulan nuestra propia liberación.

Los tiempos duros demandan actitudes virtuosas y entre esas actitudes se destaca la paciencia. “Patientia” viene del latín “patis”, sufrir. Hoy la entendemos como la capacidad para soportar adversidades. ¿Qué nos exige ser pacientes en estas circunstancias?

Yo me he enterado de varias cosas en esta entrevista. Que obedecer es saber escuchar, que ser pacientes es saber sufrir. Pues eso. Lo que nos exige ser pacientes en estas circunstancias es saber sufrir.

Esta pandemia nos ha impuesto formas muy dolorosas de sufrimiento. Ha debido ser muy doloroso convivir con una persona querida que tuvo el virus. Quererla con el temor al contagio. Ser “cero-discordantes” se dice. Cuidar sin tocar, tocar con barreras, amar con los ojos, protegerse separándose. Otro saber sufrir que nos exige una enfermedad contagiosa, es no poder estar juntos para morir. Es lo que un amigo médico llamó el “duelo sin piel”, incluso para ellos mismos al tener que comunicar una pérdida, hacerlo con un visor de por medio, con guantes o por WhatsApp. Un amigo de casa murió en Madrid, su esposa lloraba al decirnos que no pudo ser en sus brazos, lloraba aún sin poder acercarse al puesto 156 que ocupa Fernando en un horno de cremación. Sí, saber sufrir ha sido una avalancha para miles de personas en esta humanidad.

Por estos tiempos debemos ser pacientes, también en saber esperar la vida con quietud. Hemos estado rodeados de certezas de catástrofe que nos llegan de todas partes. Poniendo barbas en remojo sin saber en verdad, buscando recursos entre dolores viejos para sortear los anuncios de un dramático porvenir. Esto último me angustia un poco. Veo hacia la desescalada del confinamiento con resistencia, enumerando cosas que no quiero para vivir. Muchas de las formas de protección que la emergencia nos ha puesto encima, al parecer pasarán a ser parte integral de la vida. No, no me hace gracia el tapaboca, ni des-globalizarnos, ni el teletrabajo que ha desecho los confines entre la vida y el trabajo. No me va bien la hiperconexión, la vigilancia de nuestros contactos, la distancia para saludar, nosotros, los de la melcocha, la cosquilla, el amapuche, los de caber todos en una mesa, los de la proximidad y los libros de papel. No sé yo si doy para esto del delivery, del quédate en casa, de los pdf, no sé qué vamos a hacer con tanta individualidad. Requerirá paciencia saber delimitar de nuevo el mundo que queremos habitar después de esta calamidad.

Es necesaria también la paciencia frente a los que no podemos salvar. Yo he estado en varias emergencias, pero ver esto de emergencias funerarias es algo que no pensé que iba a ver, tampoco pensé que fuera posible ver en la misma nación duelos solemnes sobre hielo, al mismo tiempo que esconder cadáveres de ancianos en las casas de abrigo dispuestas para su bienestar. Tampoco pensé que la bioética estuviera tan prendida con alfileres como parece estar. La mayoría de esos ancianos que en una UCI quedaron por fuera de una decisión sobre a quién intubar, pagaron a la sanidad pública con sus impuestos mucho más que cualquiera de los que vamos a continuar. Estoy tratando de entender con paciencia cómo la cuarentena puede ser tan desigual. A eso tampoco le tengo paciencia, a esta cuarentena poblada de todos los que están afuera registrando las bolsas de nuestros desechos, o esos a quienes no podemos llegar.

Habrá que tenerle sobre todo paciencia a restaurar la confianza. Y me refiero a la confianza en lo que nos estructura y nos garantiza un mínimo de seguridad. Ha sido desolador ver las costuras internas de los sistemas políticos en esta pandemia. Algunos vieron en ella una oportunidad para cambiar estructuras que no se han podido cambiar con diplomacia de altura, y otros, ante este drama, no han sabido aprender, ni escuchar. Con el coronavirus se han coronado todos, otra vez, con sus más míseras debilidades, pero nada bueno puede resultarle a quien ve en el dolor del otro una oportunidad, una ficha con la que negociar o acumular más poder. Saber retomar y honrar la confianza en nosotros y en nuestras instituciones será lo que más cueste esperar. Sí, cada vez es más costoso esperar.

*Escrito por Juan Salvador Pérez, magister en Estudios Políticos y de Gobierno. Miembro del Consejo de Redacción de SIC. Coord. Gral. de la Fundación Centro Gumilla.