Educar en y para la incertidumbre

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Antonio Pérez Esclarín

La proliferación del coronavirus ha profundizado la incertidumbre. No sabemos cómo será el mañana ni si lo tendremos. No podemos imaginar el futuro cercano, no somos capaces de responder  la pregunta fundamental de “¿a dónde vamos?”, y nos asomamos con temor  al horizonte insospechado que nos presenta no sólo la pandemia, sino la revolución de la informática; las nuevas biotecnologías; la robotización; la clonación; el genoma humano; la proliferación de las armas nucleares; las nuevas guerras con armas biológicas; los fundamentalismos y el desprestigios de la política y los políticos, que hacen surgir con fuerza los neopopulismos; las nuevas enfermedades, epidemias y pandemias; la acumulación de desechos tóxicos, el recalentamiento del planeta y efecto invernadero; y en general, el deterioro ecológico que pone en peligro  la sobrevivencia  de la especie humana o incluso de la vida sobre la Tierra.

Si esto es cierto a nivel global, la incertidumbre añade  en Venezuela matices cotidianos que nos impiden hacer planes y convierten cada día en una lucha por la mera sobrevivencia. No sabemos si tendremos luz, agua, gasolina, gas,  efectivo. No sabemos  qué podremos hacer si alguien se enferma o qué comida podremos comprar con ese sueldo miserable. No sabemos si tendremos mañana.

Ante esta realidad, urge que nos planteemos en serio  cómo educar en estos tiempos tan inciertos e inseguros. No es fácil responder una pregunta tan seria, pero pienso que en primer lugar, habría que hacer todos los esfuerzos necesarios para garantizar a todos educación que es el medio esencial para el desarrollo personal y social. La educación moldea vidas. La cantidad y calidad de la educación que una persona recibe influyen en su productividad, sus ingresos y su bienestar.  Junto a esto, debemos  abandonar de una vez esa educación que enseña a responder preguntas intrascendentes  y ajenas a la realidad e inquietudes de los estudiantes,  y trabajar por una educación que nos enseñe a  interrogar permanentemente la realidad de cada día para  descubrir los mecanismos de opresión y discriminación, y promueva el pensamiento crítico y autocrítico. Educación que  nos enseñe no a repetir información, sino a procesarla y analizarla. Educación para resolver problemas, para saber reconocer y desmitificar las propuestas mágicas de certidumbre que nos llegan de los centros de un poder que no buscan precisamente  transformar el mundo, sino mantenerlo en su  injusticia e inhumanidad. Educación  que nos enseñe a desaprender, aprender y reaprender permanentemente;  que promueva más que la enseñanza el aprendizaje continuo.

Pero más allá de todo esto, la educación debe retomar con fuerza su esencia humanizadora y orientarse a la formación de los valores humanos esenciales que nos permitan realizarnos como auténticas personas, convivir con los otros diferentes, y defender la vida humana, animal y vegetal donde quiera que esté siendo amenazada, maltratada y destruida. Educación que considere la diversidad como riqueza, fortalezca la cultura democrática, y combata los comportamientos racistas, discriminatorios y excluyentes.

Esta educación, entre otras cosas, va a exigir maestros y profesores muy bien pagados, para que puedan llevar una vida digna y dedicarse a su profesión sin sobresaltos, que entiendan que su tarea no es meramente instruir sino humanizar, pues la educación es para enriquecer personas,  en el aspecto humano, económico, social y espiritual.