Laureano Márquez: “La espiritualidad está presente en todos los seres humanos”

54
Laureano
Foto: Archivo web

De la sección Voces y Rostros de la revista SIC Digital, compartimos una serie de entrevistas que realizó Juan Salvador Pérez a varios personajes latinoamericanos para reflexionar sobre Dios, la muerte y la libertad.

Continuamos este seriado de entrevistas que, en medio de la pandemia mundial, quisimos proponer desde la Revista SIC para invitar a pensar en lo más elemental y significativo de la vida. Eso que se hace presente con especial énfasis en momentos de mayor dificultad como los que enfrenta la humanidad actualmente. En esta ocasión tuvimos la oportunidad de conocer la visión de uno de los humoristas venezolanos más reconocidos de nuestro país, Laureano Márquez.

Principalmente, fueron tres las líneas abordadas durante esta especie de entrevista en tono de reflexión. Primero, el tema de la oración, de rezar, tanto en el creyente como en el no-creyente. Segundo, la solidaridad. Y, por último, el papel de los cristianos ante esta situación.

Estas situaciones borde que vive la humanidad, nos llevan a todos (de una forma u otra, creyentes o no) a encontrarnos íntimamente con nuestras preguntas más trascendentales… el Cardenal Carlo María Martini s.j. y Umberto Eco, alguna vez reflexionaron epistolarmente sobre ello, y hoy quisiera abordar este tema. ¿En qué consiste la oración del que no cree? ¿Y en qué consiste la oración del que cree?

Orar, en principio, es comunicarse con la divinidad, sea cual fuere el nombre que se le dé. En tal sentido, el que no cree se supone que no debería orar. Sin embargo, si entendemos la oración en un sentido más amplio, como un particular estado espiritual que nos conecta con la trascendencia, con la infinitud y con el sentido de la existencia, la oración adquiere entonces una dimensión de mayor grandeza e inclusión, de la que participa tanto el que cree, como el que no. Al final, como se ha dicho, lo importante es que Dios siga creyendo en nosotros.

En lo personal, pienso que la espiritualidad está presente en todos los seres humanos independientemente de sus convicciones religiosas o de la ausencia de ellas. El científico silencioso que en este momento está en su laboratorio concentrado en buscar la vacuna en contra la COVID-19, aunque no crea, está haciendo oración. El trabajo bien hecho es oración, el pensamiento y la escritura son oración, el testimonio de una vida de entrega es oración.

En estos días hemos visto personas mayores -en España un sacerdote y en Miami un médico venezolano- renunciar a sus respiradores, para que se usen en personas que se pueden salvar. Eso también es oración. Orar es pues conectarse con la totalidad del ser. Dios está presente en nuestro prójimo, el mismo Jesús así lo dice. A mí no me gusta la oración pedigüeña, como si Dios se levantara en la mañana a gerenciar el mundo. Creo que su naturaleza es mucho más profunda y compleja: es inspiración para que nosotros gerenciemos el mundo. Jesús en el evangelio de San Juan (Jn 10, 31-42) dice: “…la escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios”. Orar es tratar de parecernos a Dios, entrar en su sintonía, con nuestras infinitas limitaciones.

Muchas cuestiones surgen en este tiempo de cuarentena (y cuaresma) que invitan a una introspección para orar (o meditar, si se prefiere): la fragilidad de la vida, nuestra interdependencia como seres humanos, lo efímero de muchas cosas que considerábamos sólidas, nuestra relación con el medio ambiente, nuestro papel como parte de una totalidad más allá de nuestro sentido de lo individual. En definitiva, el sentido de nuestra existencia está sobre el tapete. Se pondrán de manifiesto muchas formas de afrontarlo, entre ellas sin duda la oración.

Boccaccio comienza su novela Decameron (publicada en 1352 precisamente saliendo de la Peste Bubónica que asoló a Italia) con esta frase: «Humano es apiadarse de los afligidos». ¿Luego de esta pandemia, será más solidaria la humanidad? ¿Habremos aprendido la lección?

La palabra “lección” puede verse de dos formas: como castigo (“¡te voy a dar una lección que no olvidarás!”) o como aprendizaje y enseñanza que nos vuelve seres de mayor sabiduría. Yo no creo que ni el planeta, ni Dios nos están castigando por algo, creo que esta pandemia es producto de causas que merecen estudio y tienen explicación, pero eso no quita que, efectivamente, estamos recibiendo una lección que debemos procesar para vivir con mayor sabiduría este efímero paso nuestro por el planeta.

La pandemia ha puesto de manifiesto nuestra fragilidad, la cercanía de la muerte y su posibilidad cierta nos hace -o debería hacernos- replantear los valores sobre los cuales se ha cimentado nuestro tiempo: el consumo desenfrenado, el individualismo egoísta, la insolidaridad. Nosotros, cuando esta dolorosa situación pase, deberíamos aproximarnos a una visión de nosotros mismos más cercana a la que tienen los astronautas cuando desde el espacio ven la Tierra como el hogar común, sin importar por el lado que la miren. Estamos en medio de la tormenta, quizá aún es pronto para especular sobre las eventuales lecciones que sacaremos de esto, pero debemos todos propiciar que nos conduzcan a un mundo más solidario, más humano y más espiritual.

No pocas han sido las pestes que han azotado a la humanidad y han cambiado el rostro de la vida de los seres humanos, su comportamiento social… Pero, sobre todo, destaca la conducta de los cristianos ante estas circunstancias. En 1591, Luis de Gonzaga se echa encima a aquel enfermo gravísimo que se encuentra tirado en la calle y lo lleva hasta el hospital, contagiándose así él mismo del tifo que lo mataría. ¿Qué significa para el cristiano de hoy echarnos al hombro a ese enfermo?

Bueno, los médicos y todo el personal sanitario están actuando como auténticos cristianos. Salvando la vida de sus semejantes aun a riesgo de la propia. Es lo más sublime que alguien puede hacer ¿No es acaso lo que hizo Jesús o San Luis de Gonzaga? Morir para salvar. Es la otra cara de lo que nos está sucediendo, en muchos sentidos, estamos descubriendo que somos mucho más nobles y santos de lo que nosotros mismos imaginamos. Son los santos del día a día que nunca estarán en los altares. Que hay una fuerza espiritual que estaba allí guardada y salió a flote con inmensa generosidad, que quizá no somos tan malos como nosotros mismos pensamos a veces. Esta pandemia nos ha enseñado, con mucha dureza, que somos corresponsables unos de otros, no importa el lugar del planeta en el que te encuentres. Hemos aprendido que cuidar del otro es cuidar de ti y cuidar de ti es también cuidar al otro, que lo que sucede en China no resulta tan lejano como creíamos, que este es un mundo de interrelaciones globales, que exige también solidaridad global, echarnos al hombro los unos a los otros.

Creo que, más allá del extraordinario heroísmo descrito, hay también formas cotidianas de echarnos al hombro al enfermo y, no solo al enfermo, también al desasistido, al que necesita afecto y consuelo, al que requiere de una palabra esperanzadora, una ayuda concreta que quizá podamos brindarle. Pensar en el otro, colocarse en su lugar. Es eso que resume la palabra condolerse, es decir, dolerse con los dolores del otro y ayudar en su alivio.

agrego una última pregunta, por tu experticia en este asunto ¿Cómo se entiende todo este revuelo desde el (buen) humor?

El humor -curiosamente- siendo por definición algo vinculado a lo local, tanto por idioma como  por costumbres y diferencias regionales, se ha vuelto global. En estos momentos, ya no hay asuntos o temas regionales, sino que tenemos todos el mismo problema. Esto ha globalizado el humor.

Algo que llama la atención son las cosas que esta cuarentena ha fomentado: la lectura, el estudio, los museos virtuales, el ejercicio, la religiosidad y el humor. El humor se ha democratizado, no es un oficio de humoristas, sino que todo el mundo exhibe su ingenio para sobrellevar la dureza del momento, con videos caseros, algunos de los cuales se viralizan.

El humor también es salvación del ser humano. El “(buen) humor”, como bien dices, es siempre instrumento de reflexión y camino de esperanza. Nos ayuda a vernos críticamente, pero de un modo amable, para no desencantarnos de nosotros mismos, sino para que, tomando conciencia de nuestros errores, con gracia, nos comprometamos a cambiar. El humor tiene fe en nuestra capacidad para ser mejores. En definitiva, también puede ser oración del que quiere arreglar lo que marcha mal y construir un mundo más razonable y justo. El buen humor es un instrumento maravilloso para superar las adversidades y como han dicho tantos autores es también – y quizá esta sea su mejor definición- una extraordinaria manera de amar.