“¡Papi! ¡Papí!”, gritaba una mujer, negra, alta, fornida. Su grito rompió el lúgubre ambiente que rodeaba el embarcadero de Bajo Chiquito, en el Darién. Desde la pequeña piragua que entraba, dos niños rompían en llanto y trataban de bajarse, los hombres de la comunidad les hicieron el alto para que esperaran. Un abrazo infinito fue el culmen de la odisea de esta familia venezolana separada la noche anterior por la fuerza de la naturaleza. Esta historia tuvo final feliz. Sin embargo, no todas fueron así.
Las turbulentas aguas del río Tuquesa se llevaron la vida de al menos cinco personas. Venezolanos y haitianos. Decididos y en coordinación con las unidades del SENAFRONT, los valientes pilotos de las piraguas se movieron a buscar a gente varada en las orillas. Mientras los “comandos” indicaban que no habría viajes a Lajas Blancas por la crecida impetuosa del río, la multitud se sentía angustiada, lentamente se fue aplacando en sus demandas de irse frente a la realidad de la muerte. Otros, los menos, decidieron caminar, arriesgar y no quedarse en Bajo Chiquito, se respetó su decisión.
Gabriel y Wilmer son dos venezolanos que me encontré allí. Pero al contrario de la mayoría van de regreso a su país, sí, por la selva. Wilmer me mostró su boleto de avión, el cual no pudo abordar porque no tiene pasaporte. Se encontró con Gabriel y junto a otro amigo decidieron irse, siguiendo lo que alguien en el aeropuerto de Tocumen le dijo: VAYANSE POR DONDE VINIERON, según sus palabras. “Estos no saben lo que les espera, la selva es lo fácil, lo difícil es lo que viene, Guatemala y México”, sentenció con fuerza.
Raquel es una indígena emberá, vende sopa de carne asada con su mamá. Hablan con una pareja de venezolanos que tienen una bebé en brazos. Quieren cambiar de ropa, ella le muestra sus brazos extendidos y la bebé pasa a esta representante de la dignidad y la solidaridad humana, el encuentro de dos mundos excluidos simbolizados en ese tierno momento de esperanza hecha historia.
Tibisay es una venezolana de Caracas, viajo con dos hijos y su esposo, embarazada de tres meses. Será evacuada de emergencia por el SENAFRONT, tuvo un aborto. Su rostro lloroso, angustiado con toda la carga de su historia. Me acerco sin titubear y pregunto al esposo si me permite hablar con ella. Me dice con la cabeza que sí. La miro y le expreso sin dudar: Dios te ama. Ella llorando asiente con la cabeza. Luego le digo si quisiera sentir el consuelo de la reconciliación, ella no ha cometido un pecado, es el mundo injusto e inhumano el que debería pedirle perdón; pero la reconciliación es esa certeza de que Dios sale a nuestro encuentro siempre a tomarnos en sus brazos. Oramos juntos. Y fue en ese momento que entendí que Dios me había preparado para ese momento: para ser testigo de su amor. Sacerdote para siempre.
Junto a Sergi (fotógrafo catalán) hemos estados tres días en el Darién. Hemos visto y escuchado tantas historias. Interminables, muchas de dolor y otras de esperanza y solidaridad. Como la de la madre haitiana que entrego a una familia venezolana su hija de diez meses y a otra familia, también venezolana, su otro hijo, ella ya no podía avanzar, no se ha sabido más de ella. Mientras, su hija duerme en los brazos de esta cirinea moderna. El Tuquesa también contó su historia, llena de contaminación de todo tipo. Es el mudo testigo del paso de miles por la selva.
Una amiga periodista me pregunto al llegar ¿Por qué nuestra Iglesia no hace más? El Papa Francisco pide hacer más. Creo que respondí mecánico, aun impactado por mi breve encuentro con esa realidad: tú y yo somos la Iglesia, si no indignamos a nuestros Obispos, entonces no hemos hecho nada, sino alzamos la voz, no hacemos nada, sino somos “esa voz que clama en la selva, conviértanse y preparen el camino del señor, entonces no debemos llamarnos cristianos”.
Han pasado tres días desde que regrese del Darién. Y mi mente está llena de las imágenes de esperanza en medio del dolor. Sigo creyendo que nuestro trabajo en Fe y Alegría es importante y que debemos hacer más por los excluidos, los panameños y aquellos que han decidido migrar. Dios en su enorme bondad nos siga ayudando para acompañar y seguir poniendo la tienda allí en medio de esa humanidad. Porque a los oprimidos lo único que les queda es la esperanza y debemos sostenerla.
Elías Cornejo pertenece a Fe y Alegría Panamá.
Texto publicado originalmente en Red Jesuita con Migrantes
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