Maestro: soledad y pasión en la selva deltaica

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Este año no hubo un día típico para el maestro. No tiene que ir a la oficina, pero tiene que trabajar. “Mira, cuando voy a viajar, mi viaje comienza la noche anterior porque no duermo. Siempre tengo miedo de dejar algo”, relata nuestro docente entre risas.

«Ahora, también me pregunto si los veré a todos, porque me ha pasado que a veces voy y alguien ha muerto», agrega.

Es un joven tranquilo, de hábitos formales y caminar lento. Habla calmado y suele mirar a los lados y dejar escapar un respiro para seguir contando lo que ha sido parte de su vida: maestro.

Diógenes Colina es docente de Fe y Alegría en Delta Amacuro, pero a diferencia de la mayoría de los docentes, no acude a un salón de clases de ciudad y menos a uno con cuatro paredes. A veces tiene que improvisar. Al llegar, casi siempre acude al dueño de una casa para pedir permiso y convertirla en un salón.

Esta es la historia de Diógenes Colina. Administrador de profesión, pero docente por destino de la vida y que la práctica lo llevó a deslindarle de los números y aferrarse como si fuera su último respiro al servicio de los originarios en lo más profundo de la selva deltaica. Es un docente fiel a la filosofía en enseñanza de Fe y Alegría.

Su amor por la educación creció en cada viaje al interior de la selva y, junto a su antiguo compañero, el español Pedro Martínez, construyó su cercanía definitiva con los waraos y la educación.

Su temor de dejar alguna herramienta, un texto importante, una pieza que puede ser necesaria, es completamente justificado. Tiene que viajar durante una semana recorriendo caños y ríos. Debe recorrer cuatro parroquias del municipio indígena Antonio Díaz. Si olvida algún insumo, no puede volver como quien sale de su casa y retorna para llevarse consigo lo olvidado.

No hay margen de error. Si olvida un repuesto importante que amerita una reparación rápida y sencilla de su motor fuera de borda, significa aislarse en la selva sin posibilidad de pedir ayuda. A donde acude no hay conectividad de ninguna naturaleza.

El maestro que viaja

Así transcurre la noche. Justo antes de partir debe verificar una lista que él mismo elaboró.

Siempre parte desde el puerto de Volcán, al sur de Tucupita. Al mirar atrás, va dejando una hilera de embarcaciones y cerros de metales oxidados de viejas gabarras, envases de combustible de metal doblado, caras tostadas por el sol y apenas algunas estructuras improvisadas y mal construidas donde viven waraos y “jotaraos”.

Jotarao: término usado por los waraos para denominar a los ciudadanos no indígenas.

En esta lancha, Diógenes Colina surca los caños del Delta del Orinoco. Foto: Diógenes Colina

Una larga curva precede al majestuoso río Orinoco. 60 minutos separan el puerto de Volcán con la bifurcación que conduce irremediablemente al Orinoco. Ese mismo caudal ha de guiar a Diógenes Colina durante otras tres horas para tomar un desvío hacia un río que es conocido por sus curvas incesantes: Aragauito.

De fondo, el ruido de los motores fuera de borda. A los lejos, las curvas que hacen perder la vista en una mezcla de agua, vegetación y el brillo que va tornándose más y más larga.

Diógenes no es ajeno a este escenario. Lo ha recorrido una y otra vez, pero en su infancia. La necesidad de una formación académica lo obligó a alejarse de su natal Araguaimujo, a medio camino de su destino como maestro. Desde Araguaimujo debe recorrer cuatro horas más de soledad, agua y sol mientras se adentra, ahora sí en la selva.

La sensación cambia.

«Siempre que voy manejando, voy mirando a los lados. Al llegar a Caño Largo, todo cambia. Empiezas a ver más árboles grandes, empiezas a meterte por caños más pequeños, el agua parece que está metida en la selva. Y sí, está metida en la selva.»

Caño Largo es un tramo de la vía que muestra claramente un tipo de vegetación totalmente distinta a lo que se muestra en aquellas zonas donde el suelo es de arcilla. La vegetación densa y amenazante es propia de las zonas pantanosas. Allí va el maestro.

Diógenes Colina, además de docente, es su propio mecánico, médico, asistente, guía y psicólogo. Al adentrarse en la selva, la naturaleza se disfruta pero también te aísla. Cuando se presentan dificultades, la ayuda no está a algunos minutos. He allí el mayor reto de un maestro como Diógenes Colina.

Es apenas el inicio de lo que vendrá. La lancha sigue siendo golpeada por las olas. En los días de lluvia, el frío es abrazador, y en el días de sol, el calor es asfixiante.

No todos los maestros asumirían un compromiso de vida y menos un compromiso educativo presencial constante. Colina lo ha entendido bien.

«Se puede ir por un día y se puede ser feliz. Se puede ir por una semana como turista y se puede ser feliz. Pero, viajar constantemente es una cuestión de compromiso y no de diversión.»

El maestro amigo

En una ocasión, en el segundo trimestre al llegar a Dijarukabanoko, una comunidad indígena en plena selva, reunió a sus alumnos. La felicidad de un reencuentro estaba a flor de piel.

Uno contaba un chiste y todos se reían. El grupo de waraos no ahorraba esfuerzo en cargar a tierra parte de los insumos y el equipaje que había llevado Diógenes Colina. El sol estaba resplandeciente. Eso día no había llovido y el ambiente era inmejorable.

Era el mismo grupo, los mismos estudiantes, los mismos compañeros convertidos en amigos y hermanos de la vida. Pero faltaba uno.

«¿Dónde está Ponciano?»

En ese momento, todo cambió. Uno bajó la mirada, otro se sentó sobre una madera en una esquina y otros más parecieron no entenderla pregunta.

Colina insistió:

«¿Dónde está Ponciano?»

Todos parecieron entender la pregunta. Nadie quería responder. Todos enmudecieron, los chistes cesaron, las carcajadas fueron cambiadas por un aire de hermetismo que Colina aún no entendía.

Ponciano, conocido por sus habilidades de cazador y pescador, era respetado entre su grupo con el sobrenombre de “masi a natu”, una expresión que significa “cazador de venados”.

Diógenes pensó que Ponciano no estaba en el grupo porque estaba cazando o pescando. Al notar el silencio, pidió que lo llamaran por si estaba en su casa. En su último encuentro de alfabetización, Ponciano había pedido un saco de sal. Ahí estaba su encargo.

Finalmente, uno de los presentes habló:

«Maestro, Ponciano murió.»

Bastó una frase directa para que siguiera el silencio. Colina sintió un frío que recorría su cuerpo. El corazón pareció apurarse, su mente nublarse y las palabras dejaron de salir.

No pudo evitar llorar.

Era la primera vez que se enteraba de la muerte de un estudiante. De su amigo.

Ponciano había enfermado gravemente. Un fuerte dolor que inició una mañana acabó con su vida. En vida fue trasladado a Nabasanuka, otra población indígena ubicada a una hora y media de navegación a remo. Allí no había ningún tipo de fármaco.

Su cuadro se complicó durante cinco días. Intentaron trasladarlo a Tucupita y fue imposible reunir combustible. Sin medicinas para su tratamiento, ni gasolina para su traslado, Ponciano fue superado por su dolor.

Los enfermeros se atrevieron a decir que padecía apendicitis. Una inflamación fácil de tratar con los fármacos a mano, pero mortal si no se trata a tiempo.

El dolor era en la parte baja del estómago.

En los viajes que fueron después de la profundización de la crisis humanitaria en Venezuela y la expansión de la COVID-19, otros waraos murieron en un periodo de tiempo relativamente corto sin ningún tipo de atención sanitaria.

Diógenes Colina se ha convertido en el maestro vocero de los originarios. No suele reclamar airadamente, pero su impotencia es notable. Prefiere escribir.

Texto Ka Namina Eidaya (Nuestra enseñanza crece), fue presentado el 20 de noviembre de 2020. Foto: Diógenes Colina.

Con sus limitaciones, ha producido un texto cuyo contenido ha sido adaptado a la realidad local. También se dedica a promocionar el arte warao mostrando cada experiencia a través de las redes sociales.

El maestro teme volver y no ver a sus estudiantes. La crisis humanitaria pudo haberlos acabado y empujado a migrar a cualquier lugar.

La otra cara de la docencia, aquella que sufre en silencio. Aquél que busca refugiarse en soledad de la selva y la cercanía de sus estudiantes. El que sufre los mismos impedimentos monetarios, pero insiste en alfabetizar. Y que teme volver, pero que sabe que tiene que volver.

Ese es Diógenes Colina.