Mis ovejas escuchan mi voz y me siguen

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Imagen: cortesía

El cuarto domingo de pascua de este año 2022, coincide en nuestro país con el Día de las Madres. También, como es tradición en nuestra Iglesia, celebramos el mes de la Virgen María, madre de Jesús y madre nuestra. En este contexto, el evangelio nos propone contemplar y meditar la figura del Buen Pastor, que ama tanto a sus ovejas que entrega su vida, sin medida, para salvarlas. Es un pastor con rostro maternal.

Es importante hacer notar que, si algo resultaba escandaloso en tiempos de Jesús era la comparación de Dios con la figura de pastor, pues, los pastores no eran muy bien vistos y socialmente eran excluidos, habitaban las periferias. Además, a esto se añade que el pastor al que hace referencia Jesús en los evangelios –tanto en Lc 15,1-7 como en este pasaje del buen pastor de Jn 10,11-16– tiene rasgos marcadamente maternales: es un pastor misericordioso; que cuida; que se entrega; que busca las ovejas y las carga; que conoce a cada oveja por su nombre y da la vida por ellas. Es un pastor-madre, desvelado por sus hijos e hijas.

Esta imagen de Dios que presenta Jesús, de un pastor con rostro maternal, en una sociedad patriarcal, machista, resultaba indigerible y escandalosa. El patriarcado era medular en la cultura judía del tiempo de Jesús y, por tanto, una institución fuerte y rígida respaldada por los principales grupos de poder religiosos como saduceos y fariseos, cuyo imaginario estaba configurado por la imagen de un Dios todopoderoso, nada que ver con el pastor misericordioso, de rostro materno-paterno que nos revela Jesús, con su corazón, crucificado-resucitado, que da la vida por sus ovejas en estrecha vinculación con el Padre: “Yo y el Padre somos uno”.

Este pastor está en la vida y en la historia, no encerrado en las paredes del templo, esperando el incienso. El Buen Pastor viene a caminar delante de su rebaño y si una de sus ovejas se extravía, es capaz de dejar el rebaño para ir en busca de la extraviada (Lc 15,1-7). Su amor es desmedido, personal, nos conoce por el nombre. No es un funcionario asalariado que cuando ve venir el lobo, huye (Jn 10,11-16). El Buen Pastor da la vida y la entrega con alegría por amor a su rebaño, tiene corazón de madre. Lo único que nos pide el Buen Pastor es que le escuchemos.

El finado teólogo jesuita Karl Rahner (1904-1984), en su antropología teológica, define a la persona humana como «oyente de la Palabra», con esto, en resumen, nos dice dos cosas, por un lado, que el oído nos abre y nos introduce en el misterio de Dios y, por el otro, que la escucha de la voz de Dios, tiene un poder salvífico en la existencia humana. La vocación humana a la libertad está vinculada al oído.
La escucha nos libera de nuestros atrincheramientos perceptivos e ideológicos y nos exorciza de los miedos propios de nuestro ego, por tanto, sin la escucha auténtica nos empequeñecemos y quedamos atrapados en nuestra estatura, en nuestros límites, reducidos y esclavos de las vanas pretensiones de nuestro ego, de nuestros demonios.

Recordemos que, como bien dice la Carta a los Hebreos:

«La palabra de Dios es viva y eficaz. Más penetrante que espada de doble filo, penetra hasta donde se divide el alma y el espíritu, las articulaciones y la médula; haciendo un discernimiento de los deseos y los pensamientos más íntimos (Hb 4,12).»

Es decir, que, si nos dejamos tocar por la palabra a través de la escucha, en su luz, vemos la luz (sal 36,9) y, nuestra vida se expande y crece, sin fronteras, porque la voz y el espíritu del Buen Pastor no tienen límites.

Pero bien sabemos que no es fácil romper nuestras trincheras, nuestros egos, porque toda salida de sí mismo, genera incertidumbre, preferimos inconscientemente la pequeñez de nuestros límites, aun sabiendo que la historia de la Iglesia y la humanidad está llena de testigos que con su ejemplo nos dicen que sí es posible sanar y liberarnos de las cadenas de nuestro ego, y de cualquier potestad externa que pretenda esclavizarnos; que si nos disponemos y dejamos entrar la luz de la palabra de Dios, la voz del Buen Pastor nos saca de nosotros mismos y nos pone a caminar, a seguirlo, en el horizonte de la plenitud humana, como muy bien, nos lo dice la segunda lectura del día:

«Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol y el bochorno. Porque el cordero que está delante del trono será su pastor, y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará las lágrimas de sus ojos. (Ap 7,14b-17)«.

Repito, lo único que nos pide el Buen Pastor es que «escuchemos», que se nos haga habitual distinguir su voz: «mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco». Se trata de una relación de reciprocidad, porque al escuchar su voz él entra, nos habita, libera nuestra libertad y, al mismo tiempo, nos sentimos reconocidos porque su palabra nos sana e ilumina nuestras oscuridades, y esta relación nos pone en camino, en seguimiento, nos saca de nuestras casillas, de nuestros límites y miedos, y él nos da la vida, la vida eterna, que no es vida larga e inacabada, es vida plena en su luz, aquí y ahora.

Pero, cómo escuchar la voz del Buen Pastor entre tantas voces, porque, tanto dentro de nosotros mismos, como fuera de nosotros, hay innumerables voces, que demandan nuestra escucha y no todas vienen de Dios. Algunas, incluso, como decía San Ignacio de Loyola “se disfrazan de ángel de luz”, para llevarnos al barranco existencial o en la sociedad para torpedear nuestro empeño la verdad y la justicia y hacer estériles nuestros esfuerzos por la fraternidad. Por tanto, se trata de aprender a discernir, y esto requiere una escucha inteligente para buscar y hallar la voluntad de Dios.

Para discernir entre el bien y el mal basta el sentido común, pero, cuando se trata de discernir entre el bien genuino y el bien aparente o más difícil aún ver entre diversos bienes cuál es el que más conviene, se necesita de la inteligencia espiritual. Por eso, para hacer el bien no basta la buena intención ni la buena voluntad, es importante, esencial, el ejercicio de la razón. Escuchar la voz del Buen Pastor implica discernimiento, escuchar con el corazón y la razón, para seguirle con autenticidad y dar buenos frutos.

Aprovechando que estamos celebrando el Día de las madres, pongamos este ejemplo, el amor de madre, desde la consanguinidad, tiende a ser sobreprotector, lo movilizan los miedos y, muchas veces, cuando este miedo básico se torna obsesivo, la madre no deja crecer a sus hijos e hijas, los castra. Cuántas familias no han sido destruidas porque la madre de uno de los conyúgues se cree dueña de su hijo o hija y, quitándole autonomía de vuelo, impide, con pretensión de bien, que su hijo e hija, lleve a buen término su proyecto de vida.

Un amor maternal, no discernido, movido por la carne y la sangre, por los miedos propios de la condición humana, y no por la escucha de la palabra y el espíritu de Dios, tiene grandes probabilidades que se torne nocivo para la salud del hijo o la hija y, por supuesto, para la propia madre.

Desde el horizonte del Buen Pastor, se trata de asumir la maternidad como una misión, el hijo no es propiedad de la madre; la madre que por gracia de Dios le ha dado la vida, tiene la misión de poner todos los medios a su alcance para que su hijo sea una persona de bien, autónoma, con principio, capaz de llevar adelante su proyecto de vida.

En esta dirección vital, nuestra madre María, nos enseña mucho, ella supo escuchar a Dios Padre y, luego, escuchar a su hijo Jesús y, aunque ella muchas cosas no entendía, las meditaba en el corazón y, poco a poco, se fue abriendo al misterio revelado en su hijo Jesucristo, hasta comprenderlo plenamente en la resurrección. Todo tiene su proceso y tiempo. María, en su itinerario espiritual, pasó de madre a discípula de Jesús, y eso supuso, para ella, contemplar a su hijo y escuchar a Dios, trascendiendo los miedos propios de una madre y, así, darle paso a Jesús. Poco a poco, por gracia de Dios, fue pasando de madre a discípula de Jesús, hermana en la fe, porque según Jesús, “mi madre y mis hermanos son éstos: los que escuchan la palabra de Dios y la ponen por obra.” (Lc8,19-21) Por eso, en las bodas de Caná nos dice: «Hagan lo que él les diga». ¿Qué significa hoy madres, escuchar al Buen Pastor, hacer lo que él nos dice y seguirlo? Respondamos, confiando en su promesa “nadie las arrebatará de sus manos”.

Homilía del P. Alfredo Infante, sj; párroco de San Alberto Hurtado, La Vega, Caracas, en la misa transmitida por la Red Nacional de Radio Fe y Alegría Noticias