Mi Padre Zugarramurdi, te conocí a través del testimonio de mi mamá, una jovencita andina recién llegada al 23 de Enero de Maracay a principios de los años 60. Fuiste su acompañante espiritual y su amigo. Le comprobaste que Dios, Padre bueno y misericordioso, está siempre presente, aún más en los momentos difíciles. La acompañaste en su proceso vocacional, primero como religiosa y luego como laica. Siempre le dijiste que lo fundamental era seguir las huellas de Jesús y su ejemplo, esa era tu prédica permanente con todos, empezando por ti mismo. ¿Qué haría Jesús?, ¿qué diría?, ¿cómo lo haría él? La vida de Jesús fue tu manual de funciones y también tu practicario.
Luego te re-conocí en mi vida adulta, a través de las anécdotas de nuestro amigo en común Venancio Aspiroz, mi párroco en Santa Rita. Hablaba de ti con tanto orgullo, sobre cómo lo habías ayudado a venir a estas tierras para hacer de su vocación una entrega generosa y fértil.
Su pasión por la educación y la música les daba más temas para encontrarse y debatir en las partidas de dominó. Compartían sus preocupaciones por Fe y Alegría, el cómo crecer y poder atender a todos los que estaban necesitando. Cómo darle «una oportunidad a la esperanza» en los barrios difíciles que cada uno tenía. Y la esperanza era para los chamos y sus familias, pero también para tantos maestros y maestras que con ustedes aprendieron a serlo. No importaba si eran normalistas o universitarios, la consigna era ser maestros al modo de Jesús.
Hace unos años, cuando supuestamente empezabas tu retiro y dejaste el 23 de Enero, heredaste una de las capillas de Venancio y convertiste al Valle de Santa Rita en el nuevo centro de operaciones, reactivando grupos de catequistas, a los niños para la primera comunión, a los jóvenes en el infaltable grupo de cantos, a los de confirmación, a los que aspiraban al matrimonio, y a todo aquel que se quisiera acercar a la Iglesia. Tú les mostrabas el Jesús que no juzga, el que siempre te recibe como el padre del hijo pródigo. El trabajo ya entrado en tus ochentas no disminuyó en su nivel de entrega y compromiso, al contrario, te daba una vitalidad que escondía muy bien los años.
Y fue en la capilla del Valle, en Santa Rita, donde esa amistad de mi mami y de Venancio logré hacerla mía. Un regalo invaluable que hoy agradezco profundamente. Tu preocupación por siempre tener hostias se volvió nuestro tema de complicidad, en un país donde todo escaseaba.
En tu capilla, los feligreses se multiplicaban y tenías la convicción absoluta que el principal alimento para la fe y la esperanza de ese pueblo, era el encuentro con Dios en la Eucaristía. El confesionario abierto lo convertiste en el lugar para descargar las penas, y desde el altar mantuviste siempre la invitación de un Dios Padre que no discrimina, que siempre está esperando. Tu mano, ya un poco temblorosa en los últimos tiempos, con una fe inquebrantable y sin cansarte -aunque las filas solían ser muy largas-, acercaban el Cuerpo y la Sangre de Cristo a las vidas y corazones de tanta gente que acompañabas como su Pastor.
Mi querido Zugarramurdi, con total convicción sé que Dios reconoce tu obra, tu vida y tu entrega, y en el día de la transfiguración te ha recibido con un abrazo inmenso, susurrándote al oído que eres su hijo amado.
Extrañaré el abrazo fuerte y tosco que acompañaba esa voz gruesa y carrasposa, -que a veces susurraba intentando suavizar el tono-. Junto a María, tu compañera permanente del camino, intercede por nosotros, ayudándonos siempre a seguir tu ejemplo: vivir al modo de Jesús.
Yris Caraballo | Instituto Universitario Jesús Obrero, Barquisimeto