Recuerdo la última vez que fui a la casa de mi familia en la playa. La mayor parte de lo que hoy soy lo soñé en mis caminatas por esa orilla. Cuando entré no había luz y todo estaba oscuro, pero podía reconocer mi antigua cama, algunos de los juegos de mesa y la imagen de una costa italiana que crecí viendo colgada en la pared, enlace con las memorias de mis abuelos migrantes. En medio de la oscuridad escuchaba un zumbido y un crujido mientras caminaba. Saqué mi teléfono para alumbrar y, cuando apunté al suelo, vi pequeños puntos negros.
Estaba pisando abejas muertas. Y el zumbido que escuchaba era el sonido de decenas de ellas volando a mi alrededor. Recorrí todas las habitaciones vacías con cuidado de no alterarlas. La cama de nonna Ángela tenía una sábana con diseños de flores y varias de las abejas estaban allí, como si intentaran polinizarlas. Tomé algunas fotos y salí lo más rápido que pude. Dormí afuera en una hamaca, me fui al día siguiente y no he regresado desde entonces. Esto fue en 2019.
Solo hace poco entendí por qué estas abejas no salían de mi cabeza. Un amigo, al ver las fotos, me dijo: “También ellas se aferran a su fantasía”. Es la búsqueda que he tenido por varios años, volviendo a un país que existe solo en memorias, muchas veces ajenas y casi siempre imperfectas. Memorias que reconstruyen un futuro que ya existió y que ni yo, ni muchos de mi generación, pudimos conocer.
Más de 7 millones de venezolanos han abandonado mi país. Muchos padres, hermanos, amigos. Nosotros mismos. Vi a mi país transformarse en otro y a mis recuerdos difuminarse, como si estuviera mirando mi infancia a través de una ventana empañada.
Pero sigo volviendo. A menudo busco resguardo en esa memoria inexacta —propia y ajena—. Este es mi intento de buscar los restos de la próspera nación petrolera en la que debí crecer; de hurgar en los recuerdos de un tiempo que existió antes del colapso, pero también de afrontar el duelo por una prosperidad que nunca vi.
Los rastros de ese pasado glorioso se dejan ver en gestos cotidianos de las personas que entrevisté y en detalles casi escondidos entre paredes desgastadas.
Los vi en Mairín Reyes, que vacía las casas abandonadas por migrantes ya ausentes en Caracas y quien un día me pidió que abriera un cajón. Dentro había muchas monedas. Esas monedas sin valor, destellos de un país perdido, aparecen en cada casa que vacía, me dice Mairín. Ella clasifica cada objeto y los cuida como si fueran suyos: “Lo que para mí puede ser solo un plato, para ellos lleva un recuerdo”.
También los vi en los habitantes de Campo Alegría, una urbanización construida para los trabajadores petroleros en las primeras décadas del siglo XX en Cabimas, en el estado Zulia. Hoy, la mayoría son extrabajadores de Petróleos de Venezuela que viven en casas que se están desmoronando porque están muy próximas al Lago de Maracaibo, zona de extracción de crudo, lo que provoca que el terreno se hunda.
José Rivas, un extrabajador petrolero, caminaba por las desgastadas calles, exploraba las ruinas y tomaba trozos de loza de la antigua piscina y los ladrillos de casas abandonadas. Luego los usaba para construir un jardín. Como si fuese una meditación, Rivas se levanta todos los días antes del amanecer, cuida sus plantas y construye algo nuevo. “Hoy es día de agua, así que incluso puedo prender la fuente”, me dijo un día en su pequeño oasis, el Bohío Rumbero.
Los vi en Raúl Estévez, un científico de 81 años de edad que sigue enseñando Geofísica a sus alumnos en la Universidad de Los Andes y acude al Centro de Estudios Geofísicos que fundó en la década de los 80, a pesar de que las oficinas están vacías de sus compañeros que migraron.
Es en el luto por nuestra normalidad que todos los venezolanos podemos encontrar un punto en común. Pero la memoria no es necesariamente fiel y esta recopilación de voces incluye la visión defectuosa del pasado como el único lugar seguro ante la ruina: allí podemos encontrar pistas para entender a la Venezuela de hoy. Este proyecto reconoce la grieta, pero también la vida que se abre paso en ella.
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