La celebración del Día del Padre me brinda la oportunidad de insistir en la necesidad de fortalecer la familia, y para ello, fortalecer la pareja, lo que supone que los hombres aprendan a ser padres y recuperen la figura de esposos. Sólo si el hombre comprende que, cuando se une a una mujer, su nueva familia es más importante que la de la madre (lo cual no indica que la va a querer menos; al revés, la va a querer con un amor mucho más maduro, lo que implica independizarse de ella), estará poniendo bases firmes a su nacimiento como auténtico esposo y padre genuino. El matrimonio es un caminar juntos, construir con el otro o la otra un proyecto en común. Se crea una realidad nueva donde el tú y el yo permanecen, a la vez que el yo vive en el tú y el tú en el yo. De este modo, se crea un nosotros definitivo, permanente.
El amor de pareja es una flor frágil. Es la experiencia más sublime del ser humano, pero también es la más exigente. Porque el amor consiste en que dos soledades se protejan, se junten y se acojan mutuamente. Amar es reconocer que se ha hallado una persona con la que se plantea la posibilidad de iniciar un camino al encuentro del otro, para así encontrarse uno mismo. Camino de donación y entrega que humaniza. De ahí la necesidad de alimentar cada día el amor de pareja, mes tras mes, año tras año, con detalles, con palabras, con sonrisas, con caricias, combatiendo la rutina, el descuido y el maltrato. Como todo lo vivo, el amor, si no crece, muere. La mayor parte de los matrimonios que fracasan, lo hacen porque dejaron morir el amor de hambre, porque no lo alimentaron. Es muy importante que, ante la presencia de cualquier problema que nunca faltarán, pues como ha dicho el Papa Francisco “no hay matrimonio perfecto”, los esposos conversen, y se dispongan a enfrentar los conflictos con buena disposición, de modo que el amor salga robustecido. La calidad de un matrimonio no se determina por si tiene o no conflictos, sino por el modo en que los resuelve. El mejor regalo que un cónyuge puede darle al otro es esforzarse cada día por ser mejor.
La familia son también los hijos, don de Dios y fruto del amor erotizado compartido. Si un acto de mutua entrega los trajo a la existencia, los hijos van a necesitar de muchos otros actos de entrega de ambos para crecer sanos y felices. El padre es garante de la autonomía psíquica del hijo y de su apertura al mundo exterior. Además, el intercambio afectivo con el padre permite que los hijos adquieran seguridad y confianza en sí mismos. Muchos jóvenes son frágiles, inseguros, debido a la ausencia de la figura paterna en su vida.
No basta engendrar o parir para ser padre o madre. Uno se hace padre o madre por las relaciones de amor que es capaz de anudar con sus hijos. Hay que emprender, con coraje y determinación, el lento proceso de llegar a ser padre o madre, esforzándose por vivir de tal modo que los hijos puedan asomarse en ellos a la bondad infinita de un Dios Amoroso, Padre y Madre a la vez. Estoy convencido de que la mejor herencia que podemos dejar a los hijos es el recuerdo de unos padres que se respetaban y querían. Si por alguna circunstancia el matrimonio se rompe, no olvidemos que los hijos siguen necesitando de ambos padres, juntos o separados. Son los padres los que se separan, no los hijos. Lo que hace sufrir a los hijos no es la separación, sino el desamor, la agresividad, el maltrato previo a la separación.
Antonio Pérez Esclarín es educador y Doctor en filosofía. @pesclarin
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