“El Centro Gumilla, la experiencia central de mi vida”

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Por P. Joseba Lazcano, s.j.
Extracto de sus memorias: Confieso que he sido feliz

Mi reincorporación

En febrero del 72 regresé a Venezuela, al Centro Gumilla. Yo había sido uno de sus miembros fundadores; de hecho, Micheo y yo fuimos sus dos primeros inquilinos.

Recuerdo la primera noche: acababa de llegar con mi Volkswagen, a media tarde, de un cursillo en Maracaibo a la residencia San Francisco, donde hasta entonces vivía. Me encontré con todas mis pertenencias metidas en mi maleta… en el   pasillo: ¡necesitaban mi habitación para un visitante y sabían que yo me iba a mudar…! Llamé a Micheo a la UCAB: él estaba listo para la mudanza. Llegamos a nuestra nueva sede en El Paraíso…

Tomamos conciencia de que era un momento histórico: iba a nacer el Centro Gumilla. Había que celebrarlo, pero no teníamos con qué. De pronto, recordé que, al trasladar la biblioteca del P. Manuel desde Fragua, había trasladado también dos botellas de vino francés que le habían regalado unos amigos, que yo había vuelto a dejar escondidos detrás de los libros más gruesos. Por supuesto, destapamos una de ellas: ¡un pecado muy pequeño para un momento tan grande! Y, también por supuesto, una amplia sonrisa de Manuel al día siguiente fue una absolución de calidad…

Un Centro Gumilla agitado

A mi regreso de Bilbao, me encontré al Gumilla –por decir lo menos– bastante agitado. Estaban recientes en Caracas la toma de Santa Teresa, la devolución a Puerto Rico desde Maiquetía del P. Freixedo y la expulsión del país del P. Wuytack, tres casos en los que los Comentarios de SIC estaban bastante lejos de las interpretaciones de la jerarquía eclesiástica y del gobierno socialcristiano de Rafael Caldera, quien tenía al P. Manuel Aguirre como su inspirador y consejero. Uno de los Comentarios publicados en SIC decía: triste actuación de un gobierno demócrata-cristiano, muy poco democrático y mucho menos cristiano

Apenas tres meses después de mi reincorporación al Gumilla, el SIC de mayo del 72 estuvo dedicado a una evaluación de los mil días de gobierno del presidente Caldera. Tres ministros del gabinete –sin duda, decisión de Caldera– se autoinvitaron a una cena con nosotros, para decirnos, eso sí, muy correctamente, que no teníamos información suficiente y apropiada y que teníamos que conversar para que fuéramos más objetivos… De hecho se tuvo una reunión con el ministro Fernández Heres y otros técnicos de su Ministerio de Educación en un almuerzo en el Hotel El Conde. No pudieron desmentir la evaluación de SIC… y no hubo más reuniones.

Unos meses después, estalló la crisis de la Católica: fueron expulsados de nuestra universidad 22 estudiantes y 8 profesores (tres de ellos jesuitas, de los cuales dos eran compañeros míos en el Gumilla). Comprensiblemente, los medios de comunicación interpretaron el conflicto como una pelea entre jesuitas progresistas y conservadores; el contexto, nacional e internacional, era más complejo: basta recordar que eran los tiempos del mayo francés… y de los 100 años de soledad.

Para mí, empezaban años privilegiados de maduración humana, espiritual y teológica. Aunque mi vida espiritual había madurado, por supuesto, quedaban muy lejos mis prácticas religiosas de muchacho, y mi devoción de novicio en el marco de una teología de la restauración. También empezaba a mostrar sus grietas mi teología de la nueva cristiandad, que había suscitados mis entusiasmos en mis descubrimientos de Venezuela y en las novedades de mi cercano Vaticano II. E iba haciéndose mía la experiencia de la Iglesia en Medellín, seguida de la primera sistematización de la Teología de la Liberación de Gustavo Gutiérrez, y otros muchos aportes de reflexión y análisis que nos iban llegando. Por otra parte, el reciente equipamiento intelectual de mis estudios de sociólogo recién graduado me acercaba a una comprensión más estructural de la injusticia social y del mundo de los pobres.

Por supuesto, estas confesiones que estoy haciendo no pretenden justificar nuestras opciones y posicionamientos en esos momentos conflictivos cercanos a nosotros sino contar lo que uno recuerda y como lo recuerda.

Centroamérica…
y un buen regaño del Espíritu Santo

Más allá de nuestras pequeñas tensiones cercanas, se nos imponían con fuerza los gravísimos conflictos de los países centroamericanos en los que los jesuitas –muchos de ellos, compañeros y amigos muy cercanos– estaban intelectual y vitalmente implicados.

Sin duda, la Revolución Sandinista, con sus sueños y bellezas, y también con sus perversas deformaciones posteriores, trascendía los límites del hecho sociopolítico nicaragüense. El grupo de jesuitas de Bosques de Altamira en Managua, comunidad hermana de la del Centro Gumilla, sin duda aportó mucho al proceso revolucionario nacional; pero no menos a la reflexión teológica nacional, con incidencia internacional. La tesis de que entre cristianismo y revolución no hay contradicción suscitó muchos entusiasmos; también ambigüedades que requerían discernimientos.

Para no alargarme, solo menciono dos experiencias que acogimos como significativas: 1) los EE.EE., con el liderazgo de los PP. Elizondo y Ellacuría, tomando como sujeto de esos Ejercicios a la Provincia Centroamericana, y 2) el discernimiento espiritual, con la participación del P. Arrupe, sobre la Revolución Sandinista: Esta no es el Reino de Dios; pero hoy el Reino de Dios pasa por apoyarla; pero hay que seguir renovando el discernimientos en los próximos meses y años…

En Guatemala también se vivieron graves acontecimientos –con mucha menor resonancia internacional– como el genocidio maya de El Quiché. Hechos que virtualmente llevaron a muchos jóvenes a integrase a la guerrilla, acompañados de dos –hasta entonces– jesuitas que entendieron que en conciencia no podían dejar de acompañarlos. Especialmente dramáticas fueron las desapariciones de dos jóvenes jesuitas: la del español Carlos Pérez Alonso (del que ya no se supo más) y la del guatemalteco el cuache Pellecer, que reapareció después de 113 días… con el cerebro lavado (caso de investigación de interés mundial). Por cierto, dos meses antes de su secuestro, El Cuache había estado en Caracas y yo había tenido con él una larga conversación.

A nosotros, sin duda, nos afectaron más los acontecimientos de El Salvador. El primer gran impacto para nosotros fue el asesinato de Rutilo Grande (12.3.77). Había hecho su noviciado en Caracas, hombre tímido y sencillo, nada radical ni ideologizado, muy cercano a sus campesinos de Aguilares, en El Salvador. Lo asesinaron, junto con dos campesinos, cuando iba a celebrar una misa en las fiestas patronales de su pueblo natal, El Paisnal, a pocos kilómetros de su parroquia. Su delito fue, sin duda, la conmovedora homilía, un mes antes (la publicamos en el SIC de abril siguiente), en la que denunciaba la expulsión del país del sacerdote colombiano P. Mario Bernal, muy querido por los campesinos de Guazapaes peligroso ser cristiano en nuestros países… Me atrevo a decir que, si Jesús de Nazaret bajara hoy de Chalatenango a San Salvador con sus prédicas, no llegaría, lo detendrían allí, a la altura de Guazapa y, ¡a la cárcel con él!, lo acusarían de revoltoso, de judío extranjero, de enredador de ideas extrañas contra la democracia… ¡lo volverían a crucificar!

En los cuatro años siguientes –¡y hasta nuestros días…!–, la figura noticiosa que iba a tener resonancia mundial era Mons. Oscar Arnulfo Romero. En esos años, nosotros teníamos comunicación frecuente y cercana con nuestros compañeros centroamericanos. Estábamos convencidos de que el nuevo Arzobispo de San Salvador tenía que ser el salesiano Mons. Rivera y Damas (quien sustituyó a Romero después de su martirio). Sabíamos de Romero, que era hombre bueno, muy centrado en sus celebraciones litúrgicas pero socialmente muy poco comprometido… y que era el candidato del Presidente (por cierto, también de apellido Romero), de los militares, de la famosas “catorce familias”, prácticamente dueñas del país…

Por supuesto, los comentarios entre nosotros después de su elección, sin duda, fueron duros contra el Papa y contra los sistemas curiales para el nombramiento de los obispos. Incluso las primeras expresiones del conmovedor proceso interior que Mons. Romero empezaba a vivir –que los fuimos conociendo posteriormente– las empezamos a interpretar como astuta demagogia.

Ciertamente, el ir conociendo –por información privilegiada que nos iba llegando de nuestros compañeros centroamericanos– los procesos interiores de este hombre de Dios han significado en mi vida personal y en mi identidad institucional un gozoso regaño del Espíritu de Dios… ¿Hay algo en la vida más profundamente bello que un regaño con ternura? Yo creo que todo bien nacido empieza a hacerse persona por los regaños con ternura de su madre y de su padre… Como que algo de eso ocurre también en la vida espiritual del que quiere seguir el camino de Jesús con su Espíritu.

Pero seguíamos en Venezuela

Ciertamente, las pequeñas tensiones y conflictos que vivíamos en Venezuela eran apenas unas experiencias en letra pequeña ante lo que vivían nuestros hermanos centroamericanos. Pero, sobre todo, eran experiencias vividas en la cercanía y cotidianidad afectiva e intelectual del grupo de jóvenes teólogos (Trigo, Ortiz Wyssenbach) que acababan de integrarse al Centro Gumilla, al igual que la de otros algo más veteranos (Micheo, Galdeano, Baquedano, Arrieta, Martínez de Toda) y otros algo posteriores (Ugalde, Vilda, Castillo), hasta los más jóvenes (Arturo Sosa y Joseíto Virtuoso); por supuesto, mención especial merece la calidad humana y espiritual de los Hermanos Avendaño y Salegui.

Por otra parte, con muy pocas excepciones de algunos jesuitas más distantes y hasta críticos, sentíamos muy cercanos a la gran mayoría de los miembros de la Provincia jesuítica. La jerarquía eclesiástica, por su parte, con pocas excepciones, en general fue respetuosa de nuestros análisis y posicionamientos. Y la vida consagrada agradecía nuestros aportes, tanto en escritos como en charlas, retiros y Ejercicios Espirituales.

Es de destacar en esos años la creciente incorporación de laicos –incluso de no pocos distantes de nuestra fe cristiana– tanto en colaboraciones escritas en SIC como en otras actividades del Centro Gumilla. Vale la pena nombrar el Seminario Venezuela, que por un par de años fue reuniendo a intelectuales de fuerte incidencia técnica y política en el país –aun con posicionamientos políticos divergentes– o los dos congresos de la Sociedad Civil celebrados en la UCAB, con el apoyo y participación de la Conferencia Episcopal.

Mi participación en el grupo en esos años, aparte de ocasionales artículos en SIC –apenas uno o dos artículos anuales en mis 26 años en el Centro Gumilla– y algún folleto de formación, fue básicamente de apoyo a la producción intelectual del grupo, como jefe de redacción de SIC y como diseñador gráfico y editor de la revista y de los folletos… Me hizo bien, también, dirigir unos Ejercicios Espirituales a religiosas, por lo menos una vez al año. Y en esos años empecé mis misas dominicales en el barrio Las Mayas.

No puedo dejar de mencionar el privilegio de haber sido el primer secretario o coordinador nacional del Sector Social en Venezuela, que me dio la oportunidad, sabrosa y enriquecedora, de compartir con colegas latinoamericanos en Bogotá, México, Santiago de Chile, Sucre, Managua, Matanzas, Santo Domingo…

Puedo dar fe de que en mis 26 años en el Centro Gumilla me sentí muy feliz, profundamente identificado con el equipo humano y con su misión, desde una plataforma privilegiada para acompañar a nuestro pueblo venezolano.