A 40 años del “viernes negro”

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Foto: cortesía

Por:José Luis Farías

El viernes 18 de febrero de 1983, Venezuela perdió el rumbo del crecimiento, el bienestar y el progreso en el que anduvo durante más de seis décadas, una dirección que no ha podido retomar en los cuarenta años posteriores. A partir de esa fecha, el sistema democrático también comenzó a dar tumbos hasta derrumbarse empujado por el autoritarismo.

Aquel día la nación pareció haber llegado a un punto de no retorno, en el que la abundancia comenzaba a disiparse y la ruina fue tomando cuerpo en la sociedad con la crisis que sobrevino.

Decretar el fin del «sueño petrolero» se hizo moda entre analistas y opinadores. El economista y experto petrolero Francisco Mieres, en un ensayo escrito para una conferencia dictada en mayo de 1985 en la Universidad Central de Venezuela (UCV), titulado “Autopsia del rentismo petrolero”, en el que «corriendo el riesgo» de que la historia lo desmintiera, según dijo, y como en efecto sucedió, sentenció que «el modelo de sociedad dependiente de la producción de petróleo para su exportación al mercado capitalista ha llegado en el caso nuestro a su final histórico a su fase de decadencia irreversible» (negritas del autor)1.

Ciertamente, el país cambió y en mucho, pero el llamado «rentismo» siguió vivito y coleando.

La nueva realidad que deparó el destino fue sombría en contraste con el brillo de los tiempos precedentes. Se apagó el bullicio del dólar barato para viajes a Miami y la compra de baratijas con el penoso «ta’ barato dame dos».

Un año después, la escritora Elisa Lerner anotó que:

«El venezolano ido de rumba –que se había alejado de sus necesidades primordiales y de las necesidades primordiales del país: la abrupta marginalidad, por ejemplo– al presente se encuentra con una vistosa –pero inservible– lentejuela mayamera para adornar el solitario corazón».

Fin de fiesta

Ese viernes los venezolanos fueron estremecidos por la amarga noticia de la conclusión del dólar a 4,30 bolívares. Entonces finalizó el sistema de cambio libre, días después se estableció un régimen de control de cambios diferencial.

«(…) copiado del que existió entre 1960 y 1964, estableció inicialmente tres tipos de cambio: el preferencial a Bs 4,30 por dólar; un cambio intermedio a Bs. 6; y un tipo fluctuante que comenzó en Bs. 7 y fue aumentando hasta llegar a Bs. 15 a principios de 1984. Durante cierto tiempo, en 1983, el Banco Central vendió dólares a la banca privada a Bs. 9,95, pero este fue posteriormente eliminado cuando el cambio libre superó los 10 bolívares, prestándose para operaciones de intermediación».

El sistema creado, llamado oficialmente RECADI, se convirtió en un desaguadero de divisas para alimentar por años la más grotesca corrupción. El país más rico del continente latinoamericano conoció los rigores de los cambios económicos durante los ochenta, la conocida «Década pérdida».

El «milagro venezolano», nombre dado al impresionante ritma de crecimiento de la economía nacional, entre 1920 y 1976, a una tasa interanual de 3,9 %, muy superior al 2,1 % de las economías industrializadas y aún mayor que el 1,7 % de las economías latinoamericanas4 detuvo súbitamente su ascenso, que en los últimos 23 años había aumentado su ritmo «al 7 por ciento anual», mayor que el crecimiento «entre 4 y 5 por ciento cada año»5 registrado por el famoso «milagro alemán» después de la Segunda Guerra Mundial.

El impacto del llamado viernes negro en 1983 –apunta Ramón J. Velásquez– “fue el final de un tiempo (1936-1983) durante el cual sucesivas generaciones vivieron al margen de los sobresaltos a que, a lo largo del siglo XX, habían estado sometidos la mayoría de los países latinoamericanos, cercados por los vaivenes de una moneda débil, el vil precio pagado por sus materias primas y a la necesidad imperiosa de apelar al endeudamiento para atender a necesidades primarias». Destaca el historiador que empezaba «una nueva etapa de la vida venezolana con la presencia resucitada de la deuda externa ya conocida en sus efectos altamente negativos con ocasión del bloqueo de 1902”.6

Cuesta abajo

El fin de la opulencia devino en cargas ominosas que cayeron repentinamente sobre las espaldas de la sociedad venezolana cuando las arcas se fueron vaciando. Las calles de las grandes ciudades se convirtieron en escenario diario de múltiples protestas, que ya no podían ser aplacadas a realazos petroleros sino con la represión o con la oferta demagógica en las temporadas comiciales.

Los problemas sociales, atendidos con éxito en el país que había nacido en 1936, cuando la democracia salió por vez primera a la calle en forma de multitud a pelear por la libertad de prensa y los derechos a una vida digna, y especialmente a partir de 1958 cuando esa misma democracia cobró forma de instituciones, se hicieron fuente de insatisfacción que derivaron en crecientes movilizaciones de protestas. Los ingresos no eran los mismos. Entre 1981 y 1982 los proventos petroleros disminuyeron en 7 mil millones de dólares7. No había cómo sostener la moneda fuerte y satisfacer las exigencias reivindicativas de las grandes masas de trabajadores.

Ese «viernes negro», como dieron en llamarlo, fue también el comienzo del fin del sistema democrático venezolano, tenido como el más estable de América Latina según se decía. Afirmarlo no resulta exagerado. Las cuentas nacionales se pusieron en rojo y produjeron el desajuste social que se expresó en conflictos y en deterioro de la institucionalidad política.

Los puntos de quiebre se pueden ubicar identificando la severidad de las caídas de las estadísticas económicas y sociales. Las venezolanas son desastrosas. Además, la conmoción social causada y sus progresivas consecuencias lo pusieron en evidencia. Se detuvo el ascenso, abriendo algo más que un período de «vacas flacas», el daño mayor fue que se acabó la concordia que había hecho funcionar a la democracia. Los grandes consensos nacionales sobre todos los temas quedaron como un lejano recuerdo.

El descrédito de la clase política comenzó a crecer y la conspiración militar a incubarse. El sistema bipartidista se resquebrajó y despertó el monstruo del antipartidismo y la antipolítica que se devoraría el sistema político, destruyendo la confiabilidad en el mismo. No hubo excusas por los errores, los reclamos no tuvieron respuestas, nadie respondió por lo anómalo y las propuestas estuvieron ausentes.

El vacío siguió a la deriva de la desesperanza en la gente. El bienestar general había asegurado la estabilidad política durante veinticinco años, ahora la expiración de la holgura dejaba la puerta franca a los vaivenes de la conflictividad social. El obrar de los gobiernos democráticos comenzó a ser cuestionado severamente, el modelo llamado puntofijista fue haciendo aguas. El sentimiento de un país fracasado se fue extendiendo:

«Toda esta derrota, consecuencia de vivir la democracia como un jovial espejismo. Muchos venezolanos que les tocó sufrir las dos dictaduras de este siglo –alborozados– pensaron en el democrático advenimiento, como un feliz (¡suntuoso!) cuento de hadas. Pueril, envidiable ficción donde la riqueza petrolera habría de hacer las veces de pragmática (¿o más bien demente?) hada».

Venezuela hipotecada

El 13 de marzo de 1979, el presidente Luis Herrera Campins, en su discurso de toma de posesión ante el Congreso Nacional, señaló las dificultades que heredaba de la administración anterior:

«Me toca recibir una economía desajustada y con signos de graves desequilibrios estructurales y de presiones inflacionarias y especulativas que han erosionado alarmantemente la capacidad adquisitiva de las clases medias y de los innumerables núcleos marginales del país. Recibo una Venezuela hipotecada».

La frase final retumbó en los oídos de los venezolanos. Fueron cuatro palabras explosivas que estremecieron la opinión pública nacional, quedando para la historia como una sentencia inapelable sobre la gestión del primer gobierno del presidente Pérez.

Mucho se habló entonces de ¿cómo era posible el endeudamiento de un país «tan rico»? Era un inaceptable error que comprometía el futuro de las nuevas generaciones de venezolanos.

El duende autoritario que habita en las entrañas de la sociedad venezolana brotó para recordar, aquí y allá, que el general Juan Vicente Gómez nos había «liberado», en 1930, de la deuda externa, causa de la humillación de la «planta insolente del extranjero» sobre nuestras costas en 1902.

En cierto modo, la demoledora expresión del presidente Luis Herrera presagiaba la crisis que sobrevendría sobre el país. El economista Héctor Malavé Mata apuntó que el presidente Herrera presentaba los problemas «como rémoras que se sumaban a los obstáculos que podían surgir en el transcurso del ejercicio gubernamental que entonces comenzaba».

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