Un encuentro con mis miedos y temores

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Foto: Cortesía.

Los dragones peleaban entre sí. Botaban fuego por la boca. Se desgarraban la piel con cada zarpazo que se daban. Yo estaba abajo resguardándome y a la espera de salir corriendo en el menor descuido para poder escapar de semejantes bestias. Bueno, no sé con exactitud si eran dragones, pero esos monstruos se abalanzaban unos a otros despedazándose poco a poco. Cuando la pelea se puso más cruda y el temor se apoderó por completo de todo mi cuerpo y mi mente, ante tanta violencia…me desperté.

Nunca antes en mi vida había sentido una fiebre como esa. Me dolía la cabeza. Los chorros de sudor empaparon mi almohada. Apenas era la una de la madrugada y por tercera ocasión mi esposa me llevó al baño a ducharme para intentar bajar la temperatura porque los medicamentos no lo lograban.

Dos noches de acetaminofén e ibuprofeno. Dos noches de mucho líquido. Mucha agua. Dos noches observando el segundero y el minutero de mi reloj peleando con ellos por su paso lento en ese par de madrugadas eternas. Cuando me llevaron al CDI de mi parroquia se despejaron las dudas. Las sospechas se confirmaron luego de oler los restos de mayonesa de un frasco. Mi vista le informó al cerebro que era una cremosa salsa pero el olor a vinagre intenso sacudió mi olfato.

La cosa se puso peor cuando me hicieron la “placa”. Las manchas blancas revelaban que el virus paseaba campante por mi cuerpo y ya se había instalado cómodamente en mis pulmones. A partir de allí mi esposa, mis hermanas y mi cuñado tomaron control de mí.

Ya sobre la cama de mi cuarto los escuchaba hablar y cuchichear en la sala con el pana Franz de Armas, un reconocido médico de mi ciudad Maracaibo y amigo desde hace muchos años. “A Rogelio hay que hospitalizarlo”, sentenció luego de revisar la placa y los exámenes de rigor.

Tragué grueso pero conservé la calma. Sin embargo, cuando llegaron a mis oídos las palabras “Hospital Universitario” temblé y volví a sudar como esas espantosas madrugadas. Mi imaginario se activó. Cuando cerré los ojos observé las camas en hileras ocupadas por pacientes “pecadores” que no acataron las normas de bioseguridad y contrajeron el virus. Como en el infierno y el purgatorio de la Divina Comedia de Dante Alighieri, ”cuanto mayor es el pecado, menor es el espacio físico en el que habitan las almas”.

Ante mi negativa, Franz propuso que me “hospitalizara” en mi propia casa y él estaría “pasando revista” de mi salud cada día. Todos estuvimos de acuerdo y comenzó mi cuarentena. Lo primero fue un yelco entre mis venas y una “pipa” de antibiótico amarillo claro. Esa noche por fin logré dormir corrido. Me inyectaba en la mañana y en la tarde. Creo que nunca antes en mi vida había consumido tantas pastillas y píldoras al mismo tiempo.

Afortunadamente a uno nunca le falta Dios. Un amigo del alma me depositó una plata. Un compañero de trabajo de Caracas también me transfirió un dinero. No fue mucho pero el solo gesto a uno le reconforta y le hace feliz. Y por supuesto, Fe y Alegría no me desamparó y me acompañó como lo ha hecho en estos 30 y pico de años que llevamos en este matrimonio que intenta demostrar que otra educación y otra comunicación es posible.

A mis 52 años, hipertenso e irresponsable con mi propia salud no me quedó más remedio que acatar todas las indicaciones médicas. Cada día que pasaba pensaba en mis pulmones. Creo que nunca había hecho tan conciente aquello de: inspire y expire. Tomaba aire y soltaba aire a través de unos ejercicios matutinos luego de mis dosis respectivas de dos potecitos de push.

Tuve miedo. Claro que me dio temor la posibilidad de perder la vida. Pero allí estaba tendido sobre una cama. Alejado de la rutina de todos los días. De las carreras en mis madrugadas a la radio. Detrás de las noticias y su contexto. Pariendo la gasolina para ir al canal 11 para las entrevistas diarias. Completando la plata para la arepa y el “salado” y poder alimentar a mi familia. Todo eso en pausa.

Iba al baño y me cansaba. Iba a almorzar y me cansaba. Por eso me quedé tranquilo y me lo tomé con soda. Fueron dos largos meses en reposo. Aproveché para leer esos libros que siempre voy dejando en el camino rezagados.

Y aquí estoy. Una vez más dándole gracias a la vida. A papá Dios y toda su corte celestial. A mi enfermera… mi esposa con ojeras que no se despegó de mí. Mis hermanas, hermano, sobrinos, cuñados y mi papá. Mis amigos. Mis compañeros de trabajo. Mi hija Amanda. Mi hijo Joaquín desde el cielo junto a mi mamá Bartola. Todos y todas. Gracias.