La celebración el 31 de Julio de los 467 años de la muerte en Roma de Ignacio de Loyola, el santo fundador de la Compañía de Jesús o de los Jesuitas, me brinda una excelente oportunidad para presentar algunos rasgos esenciales de la espiritualidad ignaciana. Ignacio (Íñigo) pertenecía a una familia noble y se hizo militar. En la defensa de Pamplona contra los franceses, una bala le destrozó una pierna. Fue operado y en la larga convalecencia, para distraerse, pues se aburría mucho, pidió libros de aventuras y de hazañas de caballeros en busca de una gloria vanidosa y mundana. Como no tenían esa clase de libros, su hermana le llevó los únicos que tenía: la vida de Jesús e historias de santos. Al leerlos, empezó a cuestionar su vida y se dijo: “Si estos santos fueron capaces de hacer cosas tan extraordinarias, yo también las tengo que hacer”. Sintió que su vida había sido vana y se propuso cambiar radicalmente para ser en adelante un caballero de Jesús. Tuvo algunas experiencias espirituales profundas en Manresa, España, y en La Storta Italia, que servirían de base a sus Ejercicios Espirituales un itinerario para discernir en toda la voluntad de Dios, y entregarse con radicalidad a seguir a Jesús y trabajar por su proyecto. La conclusión de los Ejercicios Espirituales, el camino ignaciano para encontrar el verdadero sentido de la vida es llegar a ser contemplativos en la acción, ver que la ternura de Dios se derrama en todo, y responder a esa ternura amando y sirviendo a todos y en todo, lo que implica hacerse hombre o mujer para los demás con los demás.                      

Pero Ignacio se apresura a aclarar que el amor se ha de poner en las obras más que en las palabras, en línea con el viejo refrán que dice “obras son amores y no buenas razones”, o simples palabras bonitas. Cuando Ignacio habla de amor, no habla de un sentimiento, habla de obras que son el fruto del amor. Amar a alguien es preocuparse y ocuparse por su bienestar y felicidad, trabajar para garantizarle condiciones de vida digna y oponerse a todo lo que causa su exclusión, sufrimiento y miseria. El amor verdadero es un amor práctico, servicial. Amor como el que practicó Jesús que dedicó su vida a ayudar, a curar, a dignificar, a liberar, a perdonar. Amor solidario con el que sufre, con el desvalido para ofrecerle vida. Amor humilde, tierno y generoso. Amar es gastarse por los demás, irse consumiendo como la vela, para dar luz y calor. En definitiva, la espiritualidad ignaciana busca discernir la validez del seguimiento a Jesús en el compromiso de establecer su Reinado y trabajar por una sociedad justa y fraternal. Por ello, el discernimiento supone partir de estas actitudes básicas:

– Indignación ética ante realidades de injusticia que mueve a la acción, para “planificar la generosidad, el ímpetu y el entusiasmo” y poner en marcha dinamismos de cambio.

-Búsqueda permanente de alternativas para dar las mejores respuestas, en actitud crítica y constructiva, con visión de futuro, combinando un sano realismo con la audacia.

-Sentido del “Magis” (Más) que busca el “mayor servicio y bien universal”, es decir, elegir siempre lo que más conduce al compromiso por establecer en la tierra, el proyecto de Jesús, una sociedad equitativa y justa.

-Apertura al diálogo con las culturas y las religiones superando prejuicios y fronteras en procura de una reconciliación profunda, que sume buenas voluntades para  trabajar por un mundo de relaciones justas.

Antonio Pérez Esclarín es educador y Doctor en filosofía. @pesclarin

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