Jesús Ramos: el enfermero que fue médico de cabecera de pacientes con COVID-19

114

23 de Febrero es una de las zonas residenciales más pobres que se muestra en un tramo de la carretera nacional de Tucupita, la única vía de acceso por tierra a la capital del estado Delta Amacuro, sitiada por el río Manamo y el muro de contención de la ciudad.

Basta con recorrer 150 metros aproximadamente para adentrarse en la zona pantanosa que circunda a varias comunidades.

A inicios del año 2000 se asentaron los primeros establecimientos en la zona que posteriormente terminó siendo 23 de Febrero.

Apenas tres casas de concreto a medio terminar y una torre gigante de electricidad de alta tensión, es lo más notable en el sitio. El resto, es un montón de latas usadas para improvisar viviendas conocidas como “barracas”.

Una torre gigante de electricidad de alta tensión se erige en la entrada de la comunidad 23 de Febrero. Foto: Eudo Torres.

Allí no hay un centro de salud ni escuela y tampoco hay un centro de recreación, solo un terreno improvisado como cancha para jugar a cualquier cosa, y las calles son meros caminos cubiertos de vegetación.

Un mosquitero, una hamaca y, al lado, un colchón que comparten una madre con sus dos hijos es todo lo hay en la casa de Juan Romero. Él tiene fiebre, pero está bien –el Coronavirus estaba esparciéndose en su comunidad-, aunque respira corto. Estaba complicado y no lo había asumido. Juan Romero, murió luego de diez días porque tuvo la “enfermedad del tranca pecho”.

Jesús Ramos es un auxiliar de enfermería con más de diez años de experiencia entre Araguaimujo y Nabasanuka, dos comunidades indígenas warao en la selva de Delta Amacuro.

Al igual que muchos, decidió venir a la ciudad en medio de la grave crisis humanitaria y el abandono estatal al sector salud en las comunidades indígenas –48 comunidades se han convertidos en cementerios porque sus residentes migraron, incluso fuera del país– y la asistencia médica simplemente no existe.

A mediados de abril de 2020, el avance de la COVID-19 ya había arropado a sectores enteros de Tucupita, la capital de la entidad.

En 23 de Febrero, una familia colombiana que viajó y retornó activó la alarma. Fiebre alta por siete días continuos que abrazó a cinco personas mantuvo en alerta a toda la comunidad. Así fueron los primeros días: Confusión, temor, alarma y expectativa.

Tres casos de pacientes confirmados en un solo día en junio representaron un giro que ya esperaban. Los tres eran de tres núcleos familiares diferentes. Y venían más. Venía la crisis, venían los aislamientos y el «ruleteo» de pacientes en los centros centinelas de Tucupita.

Primero colapsó la clínica de Pdvsa, luego el hospital Dr. Luis Razetti.

“Yo sola no puedo, ustedes me tienen que ayudar. Aquí estamos full”, informó Lizeta Hernández, gobernadora del estado Delta Amacuro, en una alocución radial.

Llegó el virus

Juan Romero fue de los primeros pacientes en ser rechazado en el hospital Dr. Luis Razetti de Tucupita y se convirtió en uno de los pacientes de Jesús Ramos. Primero fue una asistencia voluntaria, luego se convirtió en una necesaria y obligada por el compromiso de ser enfermero.

En medio de la crisis sanitaria, la esposa de Ramos y sus tres hijos menores de edad resultaron con claros síntomas de la COVID-19. Fiebre alta, cansancio, dolor de cabeza, pérdida del gusto y del olfato… Todo advertía la llegada del Coronavirus a casa del enfermero Ramos.

Sin fármacos ni dinero para tratar la enfermedad, se refugiaron en las denominadas medicinas caseras -guarapo de limón con hoja colombiana y preparados a base de cebolla y miel de abeja para poder sortear los efectos del Coronavirus.

A la par de la infección a su grupo, otras personas empezaron a mostrar síntomas compatibles con la COVID-19. Por suerte, la familia de Ramos ya superaba la enfermedad.

Luego de ganar la batalla familiar, la comunidad entera ya estaba a merced del Coronavirus y acudían a la improvisada casa de Jesús Ramos en busca de ayuda porque sabían que él es enfermero.

Algunos pudieron adquirir fármacos para tratar los síntomas y ameritaban tratamientos endovenosos.

Un tapabocas improvisado era la única barrera entre el temor a una posible reincidencia de Coronavirus y mantenerse sano. Ni traje de bioseguridad, ni guantes, ni caretas o gafas de seguridad. Nada de eso. Solo la fe en Dios y el compromiso de servir empujaban a Ramos a asistir a los enfermos confirmados de COVID-19 y rechazados del sistema de salud público en Delta Amacuro.

En la mañana, al medio día, de noche o de madrugada iba a cumplir los tratamientos que el mismo pudo gestionar con un médico amigo con conexiones dentro de la dirección regional de salud.

“A veces ni dormía. Él estaba aquí y allá. Apenas llegaba, ya lo llamaban”, relata Eira Torres, esposa de Ramos. “A veces lo veía durmiendo, y tenía que despertarlo aunque yo no quería. A veces le decía la gente que esperaba un poquito porque pasaba noches sin dormir”, agrega.

Cuando acudía atender a los pacientes, lo hacía dentro de un mosquitero y una hamaca. Era lo más similar a entrar en una cápsula donde estaba el virus dispersado en el aire y en cada respiro, era absorber parte del aire contaminado.

En una ocasión acudió a la casa de un paciente que permanecía sin tapabocas y al toser, sintió que su cara se llenaba de saliva, incluso, los ojos fueron salpicados. Por alguna razón sintió que respiraba virus puro mientras experimentaba que su respiración se trancaba. Intentó esconder su temor. Salió de la casa del paciente y apuró sus pasos a la suya.

Sintió que una especie de líquido bajaba por su fosa nasal. Era un moqueo muy líquido que parecía agua. Durante la noche tuvo tos y fiebre, pero en cuestión de horas lo superó.

Ramos ya había padecido del Coronavirus y tal vez por eso, el efecto de estar directamente expuesto al virus no tuvo consecuencias mayores.

La medicina tradicional los salvó

Aunque no existe acuerdo, algunos habitantes de 23 de Febrero aseguran que la comunidad tiene 20 años desde que sus primeros habitantes se establecieron en el lugar. Foto: Eudo Torres.

Uno de los casos más complejos fue el de un paciente que se había “trancado” tres veces. Ya se había dado por vencido y se había despido de sus familiares. Ya había muerto en tres ocasiones.

Las maniobras desesperadas de sus familiares y del enfermero Ramos lograron que recobrara la conciencia.

Y en el último intento antes de su mejoría, usó orina. Sí, orina de humano para esparcirlo sobre el pecho del paciente acompañado por un masaje para que éste respirara luego de que el líquido hiciera su trabajo terapéutico.

El orine es usado como parte de la medicina tradicional con fines terapéuticos por parte del pueblo indígena warao del Delta del Orinoco para tratar la fiebre y problemas respiratorios. No existe una conclusión rigorosamente científica acerca de su efectividad pero sí hay experiencias que respaldan su efectividad. Aquella desesperada noche, tuvo un efecto positivo.

En los días posteriores, José Zambrano también consumió “manteca de cachama”, un procesado de forma natural con reconocido efecto positivo en pacientes con asma. Hay quienes aseguran que la fe en este tipo de productos salvó la vida de muchos.  

La discusión científica queda atrás, el notable efecto terapéutico de la orina y luego de la “manteca de cachama”, volvió a funcionar. José Zambrano vivió.

En este campo deportivo improvisado no pararon las actividades deportivas durante la pandemia. Foto: Eudo Torres.
Eira Torres, es docente de aula y esposa del enfermero Jesús Ramos. En todo momento lo acompañó aún con el temor de padecer mortalmente el Coronavirus. Foto: Facebook.